Aínsa, hermosa villa medieval que ostenta la capitalidad de la comarca histórica del Sobrarbe, fue nuestro siguiente destino en nuestra particular ruta por el patrimonio natural e histórico aragonés. Muchas veces la dejamos atrás en nuestro camino hacia los Pirineos españoles y franceses, pero nunca olvidamos que merecía una visita de altura.
El casco antiguo se yergue sobre un altiplano a unos 580 msnm, desde donde se divisa el discurrir imponente de dos ríos fundamentales para entender la idiosincrasia pirenaica: el Ara, nacido al amparo del macizo del Vignemale —o Comachibosa para los aragoneses— abraza en esta población al Cinca, que brota de las entrañas del glaciar de Marboré, y cuyas aguas se apaciguan en el monstruoso embalse de Mediano en un estallido de tonalidades turquesas.


Sabíamos que el recorrido por las calles de Aínsa no nos iba a ocupar más de media jornada, por lo que previmos la realización de varias rutas por los alrededores de la población. En la primera de ellas, recorrimos los denominados llanos de Aínsa, acompañados de verdísimos campos de alfalfa y escoltados por la monumental presencia de la Peña Montañesa, la máxima altura de la Sierra Ferrera, que toca el cielo a 2295 msnm. Un poco más al norte, y sin oposición alguna, pudimos divisar sin mucho esfuerzo las Tres Sorores, las Tres Marías y más al este la Pala de Montinier y Puntas Verdes. Al poco de iniciar la ruta, llamó nuestra atención la Cruz Cubierta de Aínsa, que guarda uno de los tesoros más preciados de los aragoneses por su simbolismo: la carrasca coronada por la cruz, símbolo del Sobrarbe, que conmemora la reconquista de Aínsa por parte de los cristianos a los musulmanes.

Este templete, construido en 1655, es de factura sencilla, construido sin los excesos que marcaba la época. Como detalle curioso cabe destacar que si uno se fija en las muescas realizadas por el artesano en la sobria rejería que rodea a la carrasca y la cruz podrá apreciar sin problemas el año de su instalación: 1672. Un poco más adelante, pudimos disfrutar de la solitaria ermita de San Felices, de recia factura, levantada en el siglo XVI. En este punto del camino, la senda gira hacia Aínsa por los cortados que discurren en paralelo a la N-260. Convendría destacar que esta senda es intransitable en algunos puntos, debido a los desprendimientos de tierra que se han producido en este terreno margoso. Por ello, no tuvimos más remedio que transitar entre campos de labor para no correr riesgos innecesarios.
De vuelta a Aínsa, programamos la segunda excursión del día: nos dirigimos en coche hacia el el Real Monasterio de San Victorián, un centro de espiritualidad que se considera levantado ya en el siglo VI —en plena época visigoda—, convirtiéndose así en el cenobio más antiguo de la Península Ibérica. Nos esperaba el PR-HU 43 hacia la ermita de la Espelunga, un eremitorio rupestre que goza de una panorámica privilegiada del valle de la Fueva y donde el silencio es el más fiel acompañante del senderista. El camino es una auténtica delicia, pues se intercalan barrancos de agua fresquísima, margas de un color gris intenso y zonas de umbría entre bojes y carrascas.

En medio de esta solitaria senda enmarcada en el corazón de la Sierra Ferrera y a espaldas de la Peña Montañesa, pudimos deleitarnos con la humilde presencia de la ermita de San Antón, levantada con toscos bloques de piedra sin apenas argamasa. Lástima que haya gente que no sepa disfrutar de estos placeres, pues el interior de la pobre ermita se halla emborronada impune y obscenamente con inscripciones y rayajos que no vienen a cuento. Solo encontrará el caminante algo de dificultad en las últimas lazadas antes de que su vista alcance la peculiar ermita, que se mimetiza a la perfección con la tonalidad de la roca que la abriga. Nos llamó poderosamente la atención el bosquete de encinas centenarias que se alza en los últimos pasos de esta senda. Estos regios árboles se desarrollan sin ningún tipo de presión antrópica, libres y llenos de vida. Sus considerables dimensiones nos hablan de los muchos inviernos que han tenido que soportar estas bellas y nobles carrascas.

El recorrido, realizado con los últimos rayos de sol del día, nos regaló un maravilloso atardecer, de los que vale la pena congelar en una fotografía. En suma, un día que aunó la indispensable vista a la noble villa de Aínsa y el recorrido por alguno de los rincones más bellos del valle del Cinca Bajo. Aún, los imponentes paredones de roca caliza de la Sierra Ferrera deben recordar que fueron los únicos testigos del mudo deleite de nuestros pasos.

¡Qué fotos más bonitas! Gracias por enseñarnos ese pedacito de paraíso.
Esta primavera está regalándonos unos contrastes preciosos. 🙂