Hablar del Salto de Roldán es hablar de Huesca, de un lugar mítico que te sitúa en las primeras estribaciones del Prepirineo, de un balcón que te permite contemplar la planicie de la Hoya, de un lugar cargado de muchísima historia.
Volvemos a pisar los senderos después de un verano prácticamente en blanco por culpa de una lesión bastante puñetera. Este fin de semana ha sido el primero en que he podido recorrer con ciertas garantías los senderos pedregosos y las superficies irregulares de la montaña.
Dadas las circunstancias, elegimos el mítico Salto de Roldán para empezar a acostumbrar al cuerpo a las pequeñas caminatas. El sendero tiene un desnivel y una distancia inapreciables, por lo que el mayor atractivo es disfrutar desde lo alto de la Peña San Miguel de unas vistas fabulosas e irrepetibles.
Dejando atrás Apiés y Sabayés, y tomando el camino que sube hacia Santa Eulalia de la Peña (municipio más alto de la Hoya de Huesca, conocido por los lugareños como Santolarieta), llegamos al aparcamiento situado en la misma base de la Peña San Miguel (o de Sen) a unos 1000 msnm. Al poco de comenzar a caminar, empezaron a aparecer ante nosotros innumerables ejemplares de Merendera montana, un auténtico tesoro botánico que por estos lares se conoce como «quitameriendas» o «espachaveraneantes» (no hace falta explicar el porqué de esta denominación). También conocida como azafrán silvestre, su presencia nos indica que el verano tiene las horas contadas.

Al poco, el sendero horizontal desaparece y llega el turno de realizar una trepada vertical a través de una pequeña vía —dividida en dos tramos— equipada con grapas, escalera metálica, cables de seguridad, cadenas y pasamanos. Si bien no resultará nada comprometida para montañeros con experiencia en estos terrenos, podría resultar algo complicada para personas con vértigo o con una forma física inadecuada. Como sucede en cualquier punto de interés accesible, es habitual encontrarse con bastante gente (y no toda bien equipada y preparada) en estos pasos de acceso a la Peña San Miguel.

Tras superar los dos resaltes rocosos, se alcanza la última faja donde podemos admirar varios aljibes excavados en roca (hay otro en la explanada cimera) y los restos de un torreón defensivo. Pocos metros después, llegamos a la cima de la Peña San Miguel, una gran explanada elevada a 1124 msnm, donde se asentó en el siglo XII la fortaleza defensiva de Sen. De lo poco que queda en pie, lo que mejor resiste el paso del tiempo son los restos de la torre-aljibe, construida con bloques piedra sillar perfectamente trabajados y cuyos muros de enorme grosor nos hablan de su primitiva función defensiva. Es posible subir a lo más alto del aljibe, donde todavía se puede contemplar la boca de captación de las aguas de lluvia a través de la cual, en tiempos, se llenaba el gran depósito. Desde el interior del propio depósito, aún se pueden admirar los arranques de la desaparecida bóveda.

También se puede observar las ruinas de la ermita románica de Sen, cuyo crismón se conserva en la puerta del cementerio de Santolarieta. Unas cuantas hileras de piedra sillar y un ábside arruinado son el único testigo de lo que fue este templo cristiano. Al margen del valor histórico de este enclave, las vistas son sencillamente alucinantes. Te sientes un ser minúsculo cuando, a simple vista, se puede apreciar la inmensa Hoya de Huesca, la propia ciudad de Huesca, el embalse de Montearagón, la impresionante brecha que ha abierto un río tan modesto como el Flumen, los sobrecogedores acantilados de la peña hermana de Amán (o de Men), la Peña del Fraile (hermana menor de las peñas de Sen y de Men), la inconfundible Peña Gratal, el cercano Pico del Águila, el puerto de Monrepós, incluso las alejadas atalayas del Moncayo (del que solo pudimos ver su silueta entre la bruma) y la Collarada en pleno Pirineo jacetano.


Pero si por algo es célebre la Peña San Miguel es por ser un magnífico observatorio de aves, y no solo de rapaces. El día soleado y no excesivamente ventoso resultó perfecto para admirar el vuelo imperial de los buitres leonados, que planeaban sobre nuestras cabezas a no muchos metros de distancia. Una vez más, nos maravilló el sonido atronador de su portentoso vuelo, muy semejante al que realiza un avión cuando vuela bajo. Las buitreras, situadas a más de 700 metros de distancia en la vecina Peña de Amán, rebosaban vida con pollos muy crecidos aleteando y demostrando que su tiempo en el nido está llegando a su fin. Pero no solo vimos buitres, sino también chovas piquirrojas, ese córvido de inconfundible canto que suele resonar con increíble sonoridad en las paredes de los riscos, además de dos machos de roquero rojo, una avecilla de vuelo alegre y colores singulares.

Sin duda, se trata de una excursión sorprendente tanto por el atractivo natural como por la relevancia histórica del enclave. El esfuerzo físico es mínimo y la recompensa es mayúscula. Si os decidís a subir, disfrutaréis de unas vistas inolvidables en uno de los mejores balcones naturales de todo Aragón. Por cierto, no olvidéis incluir en la mochila unos prismáticos y una buena cámara de fotos. El lugar bien lo merece.
