Villalangua es una pequeña población de la Hoya de Huesca que censa 20 habitantes y que goza de uno de los parajes más idílicos de la provincia. Orientada al sur y con vistas hacia la Sierra de Santo Domingo, Villalangua es un remanso de paz donde el asfalto se desvanece.
La naturaleza, por su parte, se abre paso de una forma abrumadura. La ruta que elegimos para esta ocasión fue la que nos iba a llevar hasta el Portillo de la Osqueta, el punto más elevado de esta pequeña aldea, que nos mostró uno de los lugares más bellos de cuantos hemos visitado de las sierras exteriores prepirenaicas.

Iniciamos la andada tras cruzar el paupérrimo caudal de un río Asabón que habrá conocido estiajes menos severos que el de este año. Caminamos por una pista hasta llegar a un cruce, donde dos enormes robles nos indicaron un cambio de dirección a través de una senda cuajada de muros de piedra que aún susurran el abandono reciente de unas actividades agrícolas que transformaron la montaña al antojo de las necesidades de sus habitantes. Poco a poco, la naturaleza va borrando toda huella humana con su implacable alfombra vegetal.

Aun así, una acequia, sin más artificio que un canal natural y la pendiente necesaria, sigue bajando las aguas hacia Villalangua desde los manantiales de esta parte de la Sierra de Santo Domingo. Esta humilde infraestructura continúa siendo el bello espejo de las labores tradicionales que se han perdido después de siglos de actividad. El camino sube y sube hasta llegar a las verticales paredes calizas de la Foz de Salinas, refugio predilecto de los buitres leonados. Aquí encuentra acomodo una gran colonia de estas carroñeras que hace de estos desfiladeros y puntones rocosos su hogar. Ver a estos buitres posados en estas almenas rocosas en actitud contemplativa y desafiante es una auténtica gozada.



No se tarda mucho en alcanzar un punto de gran belleza natural en el recorrido como es la Fuente de la Rata y su puente medieval de un solo ojo. Es un rincón húmedo, de gran frescura, donde una pequeña cascada invita al reposo y a la relajación. Agradecimos la sombra y la humedad de esta zona, pero intuimos que este enclave tiene que ser una auténtica nevera en los días más cortos del año, ya que todo el recorrido hasta esta parte se realiza siguiendo la más pura orientación norte.



Al poco de retomar de nuestros pasos, comenzamos a intuir la presencia del viejo pueblo de Salinas de Jaca a través de unas curvas de herradura que intentan abrazarse al máximo a los recodos de la montaña. Determinados tramos aparecen empedrados y, de nuevo, pequeños muretes de piedra raída insinúan la presencia de bancales completamente difuminados por la vegetación de porte selvático. Unas cuantas lazadas más y llegaremos a lo que queda de la antigua iglesia de Santa María Magdalena de la marchita Salinas de Jaca, prácticamente el único vestigio de que allí hubo un pueblo de pasado milenario, levantado a 909 msnm entre picachos calizos.

El pueblo, antaño un centro de poder económico del Prepirineo oscense gracias a la extracción y venta de sal, se abandonó a mediados del siglo XX tras un corrimiento de tierra que empujó a los vecinos a buscar nuevos horizontes menos angostos y desafiantes, donde poder sembrar y guardar el ganado sin arriesgarse a que su modo de vida desapareciera bajo toneladas de tierra. Como dato relevante, cabe destacar que, antes del éxodo, en Salinas todavía residían 120 vecinos, un censo nada despreciable comparado con algunos registros exiguos de montañeses de esa época en otros lugares de la geografía oscense. Se puede entrar a la iglesia, aunque siempre con sumo cuidado, ya que la ruina es caprichosa y atiende poco a razones lógicas.
La bóveda de crucería del siglo XVI del templo resiste aún los latigazos del tiempo, aunque ya muestra algunos resquicios por donde se cuelan los elementos que algún día la harán caer. Del coro apenas queda ya nada, excepto grandes bloques de piedra desordenados en el suelo. La escalera que en tiempos subía hasta la torre se presenta amputada, pues la mayor parte de su estructura se ha venido abajo y solo resta una pequeña porción colgada en las alturas, desgastada, vetusta, en una posición que roza el patetismo.

Dos capillas laterales, una de ellas bastante bien conservada, configura un transepto disfuncional, pues la otra se ha venido abajo y ha conformado una especie de jardín natural, taponado por un muro de piedra. Todavía cuelga sobre la capilla arruinada un escudo de armas de algún infanzón que debió sufragar algún tipo de gasto en el templo. Es desoladora la imagen que ofrece la iglesia, pese a que debió ser un templo realmente bello. La imagen de la ruina siempre ofrece visiones algo macabras, pero en el caso de esta iglesia alcanzan registros casi kafkianos, despojada de casi toda dignidad, con su estructura al borde del colapso. Afortunadamente, la pila bautismal, el retablo, las imágenes y las pinturas viajaron en un trayecto feliz hasta el pueblo nuevo de Salinas, situado al borde la carretera A-132.

Abandonamos los restos del viejo Salinas, ubicado en una pequeña vaguada entre montañas, y retomamos el último tramo de ascensión hasta el collado de la Osqueta a través de un tupido pinar. El paso natural en forma de doble uve ya se intuye, así como el aumento de temperatura que se experimenta al pasar de una vertiente a otra de la montaña. Llegamos al punto más alto de la excursión, escoltado por el vuelo elegante de un solitario alimoche, desde donde se puede contemplar hacia el sur el territorio vecino de las Cinco Villas por un lado y, por otro, toda la inmensidad norteña de Huesca, con una Villalangua diminuta, una orgullosa Sierra de San Juan de la Peña y una vista excepcional a las altas cumbres pirenaicas jacetanas.

Este paso natural de la Osqueta fue la única vía de comunicación hacia Agüero y tierra baja que tuvieron en toda su historia los salineros. Por aquí no solo pasaron ganaderos, tratantes y habitantes de la zona, sino también los maquis. Más abajo de la inmensa costilla rocosa que culmina esta sierra se encuentran los corrales de la Rabosera, el lugar donde decidimos parar a comer, rodeados de quitameriendas, bien advertidos de que el otoño está a la vuelta de la esquina.

Recogimos los bártulos y volvimos por el mismo camino, con la luz templando el lado izquierdo de nuestro cuerpo mientras llenábamos de moras silvestres nuestra cestilla. Los fríos aires otoñales no tardarán en barrer el manto verde estival. Una paleta de tonos ocres y macilentos teñirá el paisaje dentro de poco. El invierno será una sucesión de sombras perennes y de heladas intensas (no puedo olvidar la cantidad de inviernos que pasaron los antiguos habitantes de Salinas allí arriba, colgados en medio de la sierra, en la nada). La primavera traerá consigo el latido intenso de la naturaleza. La rueda seguirá girando en un territorio de la Sierra de Santo Domingo que conserva la esencia de lo natural, de lo que somos.


Ruta completada:
Villalangua-La Osqueta-Villalangua (ruta lineal)
Se puede completar una vuelta circular desde el Portillo de la Osqueta siguiendo las indicaciones hacia Fuencalderas y Biel para luego girar de nuevo hacia el norte y tomar la dirección correcta hacia Villalangua por pista forestal.
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