La mañana se presentaba fría, con un fino velo de escarcha que cubría los campos ocres, rendidos al sueño otoñal. Estábamos en Oliván, preparados para recorrer el sendero bautizado como la «senda amarilla/a senta amariella».
Fue el escritor leonés Julio Llamazares el que la popularizó en su obra La lluvia amarilla, donde narra, en carne viva, los postreros sentimientos del último habitante de Ainielle.

Andrés es el nombre del personaje ficticio de Llamazares, pero la realidad es que José Pardo López de casa O Rufo fue el último de Ainielle, el último pasajero de un barco encallado en el olvido, el férreo montañés que en 1971 abandonó esta humilde aldea varada en uno de los flancos meridionales del macizo de Erata a 1355 msnm, arrancado de los brazos de su pueblo ante la insistencia de unos familiares que no entendían cómo el bueno de José se resistía a acoger la modernidad que hacía tiempo se había instalado lejos de las montañas.

Salimos de Oliván dispuestos a pisar cada una de las piedras que recorrieron tantos y tantos montañeses que, con su trasiego, llenaron de vida estas montañas hostiles, que en nada facilitaban la vida de sus moradores. Un camino por el que también marcharon para siempre muchos habitantes de Sobrepuerto hasta Sabiñánigo, pertrechados como podían con el fardo de sus últimos recuerdos. Este sendero de solana discurre, en primer término, por un bellísimo quejigal al que, más tarde, se le empiezan a unir manchas de pinar de repoblación.

Antes pasamos por el homenaje en piedra a Félix Casanueva Betés, una de esas historias vitales que te reconcilian un poquito con el mundo. Las aguas turquesas del Barranco de Oliván quedan abajo, muy abajo, mientras pasamos por varias barranqueras secas, reforzadas con muretes de contención. Los quejigos empiezan a mermar y el pino se convierte en el auténtico protagonista, señal de que estamos entrando en los antiguos dominios de Berbusa.

Las aguas cristalinas del Barranco del Cano nos introdujeron en el maravilloso solano de Berbusa desde donde contemplamos una panorámica inusual de Susín y de Casbas de Jaca que, con sendas manchas amarillísimas de choperas, nos indicaban su presencia en la ladera de enfrente. Llegamos a Berbusa, el pueblo que tenía que echar mano del carbón vegetal para complementar su menguada economía familiar.

Aunque este pueblo no pertenezca estrictamente a Sobrepuerto, sí comparte con él los rasgos propios de las aldeas que conformaron este territorio. Para mí, siempre ha sido el gran olvidado de este territorio, no solo por la temprana marcha de sus habitantes, sino también por la escasa bibliografía asociada a su pasado.

Nos encontramos con una Berbusa bella pese al olvido, las zarzas y la podredumbre de sus escasas vigas, un núcleo de población que se abraza a la montaña a través una serie de construcciones arracimadas que conforman un trazado urbano delicioso. La ruina no nos impidió imaginar su encanto del pasado.

En casa Tejedor todavía logra descollar el soporte del alumbrado urbano que iluminó las noches de Berbusa —también las de Susín y Casbas— durante un par de años. Una turbina instalada en el cercano Barranco Toscal fue la responsable de suministrar electricidad a estos pueblos. Una quimera, ya que la inminente Guerra Civil cercenó cualquier atisbo de prosperidad.

Tanto es así que los vecinos de Berbusa decidieron firmar convencidos las escrituras de venta de su pueblo al Patrimonio Forestal del Estado en 1953. Nadie quedaba allí en 1958: la precariedad y la miseria fueron mucho más fuertes que las raíces y los sentimientos nucleares de pertenencia.


Entre paredes inmensas de varios metros de altura abandonamos Berbusa en dirección a Ainielle. Por lo que habíamos leído y visto, esperábamos encontrarnos un Ainielle triste y agotado, pero no era la posible integridad de sus edificaciones lo que nos movía, sino la honda significación de esta minúscula aldea pirenaica que, gracias a la novela de Llamazares, se ha convertido en todo un símbolo de la emigración rural en España. Queríamos recorrer sus calles, acariciar sus piedras, sentir el murmullo del silencio, honrar su memoria, formar parte de su historia.


Tras cruzar el Barranco Rimalo, el de etimología impregnada de connotaciones negativas («río malo»), que a nosotros nos parece tan bueno y amable, empezamos a intuir la presencia de Ainielle. De nuevo, el ingente trabajo en piedra seca. El sendero herboso en sus últimos metros nos hace cruzar el Barranco del Puerto. Hemos llegado. Decidimos parar a comer en una era, acompañados de la sinfonía ancestral de los cencerros de un hatajo de vacas que campa a sus anchas entre las ruinas del pueblo.

Nos volvemos a encontrar con la simpática pareja de caminantes con la que habíamos conversado en Berbusa. El señor nos dice que le deja triste la visita, que las calles de Ainielle todavía eran visitables hace algo más de un lustro. Pienso en lo implacable que es la naturaleza. Ainielle convive con la sombra, el frío y la nieve de unos inviernos especialmente duros en comparación con otros lugares de Sobrepuerto. Su especial ubicación la convierte en un receptáculo de humedad. Así, no es extraño que a sus habitantes los conocieran como los «felequeros», por eso de que allí había una partida (Felecar) donde abundaban los helechos, plantas que solo prosperan en condiciones de elevada humedad. Ellos ya regresan a Oliván; a nosotros todavía nos queda un rato entre zarzas, espinos, saúcos y ortigas.

Visitamos su iglesia, su pequeño cementerio con modestísimas lajas de pizarra que hacen las veces de lápida, observamos las laderas abancaladas desnudas de vegetación donde José de Rufo vaticinó que no enraizarían los pinos de repoblación, nos recreamos en los restos de las casas que todavía son visitables y que la maleza no ha engullido por completo. Al fin, nos tenemos que despedir de Ainielle, de su triste figura, de su amalgama de muros, oquedades, ausencias y espesura selvática.


Ya es octubre y las horas de sol comienzan a escasear. Un discreto beso a la nada y un recuerdo emocionado por la gente que allí vivió y descansa eternamente es la humilde señal de respeto que repito en todos y cada uno de los pueblos deshabitados que visito. No se me ocurre mejor manera de honrar la memoria de estos lugares cargados de historia y de historias.



A la ida ya apreciamos los bosques mixtos que el otoño había conseguido sublimar, pero fue a la vuelta cuando realmente los pudimos disfrutar en plenitud. El sol ya se escoraba hacia la Estiva de Oturia y dejaba al descubierto un bosque encendido, luminoso y cautivador, portador de una paleta de colores que secuestraba nuestra mirada.

Un desfile de tonalidades que fue un regalo de los buenos, de los que no se pagan con dinero, una manera inmejorable de terminar nuestra ruta por las alturas del Sobrepuerto más occidental.

Por una parte, habíamos presenciado con tristeza cómo la naturaleza está borrando sin clemencia los asentamientos de origen altomedieval de Berbusa y Ainielle; por otra, nos sentimos completamente abrumados por su presencia majestuosa y emocionante en las laderas de umbría de la montaña. Una dicotomía tan humana como natural, habitual en las personas que amamos estos rincones puros, alejados de toda interferencia.


Ruta completada:
Ruta circular Oliván-Berbusa-Ainielle-Oliván (la vuelta se puede realizar por pista, pero recomendamos recorrer a la ida el sendero que parte desde la misma iglesia de Oliván, tal y como refleja esta ruta de Wikiloc; el recorrido podrá superar los 20 km en función del tiempo que dediquemos a visitar las poblaciones de Berbusa y Ainielle).
Fuentes de consulta:
Guía de Sobrepuerto, VV.AA., editada por la Asociación O Zoque.
La vida en Berbusa (1920-1958), Juan Miguel Rodríguez Gómez, Amigos de Serrablo.
En torno a la iglesia de Ainielle: Ainielle, R. L., Amigos de Serrablo.
Gracias por este documento… Evocador
Gracias por tus palabras. Por cierto, me viene estupendamente bien tu web para conocer mejor toda la flora que nos vamos encontrando por el camino. ¡Enhorabuena!
Y además, habéis ido en el momento preciso del año para ver la lluvia amarilla sobre Ainielle. Qué preciosidad.
No es casualidad, Joaquín, como podrás suponer. 🙂 Teníamos unas ganas enormes de hacer esta ruta, así que la planificamos al dedillo para disfrutar de este espectáculo.