La noticia de que la chaminera de casa Ferrer de Escartín había caído fue un motivo más que suficiente para calzarme las botas y recorrer, por segunda vez, las innumerables revueltas de su camino de montaña. No quería que las primeras nieves de noviembre me cerraran el paso.
Durante mi primera visita, en marzo de 2015, ya pude comprobar que el periplo de esta chimenea de Sobrepuerto estaba a punto de terminar. La agonía de estos pueblos es lenta pero implacable. Llegué a una Bergua sombría, dormida, sumida en el más absoluto silencio, solo roto por algunos ladridos lejanos de perros de fino oído.

Me gusta ver cómo las casas habitadas de Bergua todo el año hacen acopio de leña para templar bien sus ilusiones y reivindicaciones. Hay que seguir llamando a la puerta de las administraciones para que estos pueblos cuenten con todos los servicios que exige cualquier núcleo habitado.

En los puentes del Forcos la luz entraba oblicua y frágil y el rumor de los barrancos de la Pera y la Glera sonaba a la mejor de las músicas. Seguí el sendero hacia Escartín y comencé a subir sin remedio, una y otra y otra revuelta hasta llegar al barranco de San Clemente, que bajaba con un hilillo de agua.

Me detuve ante su cascada, ya que llegar hasta allí resultaba muy sencillo al no haber apenas caudal, aunque sobre todo reparé en el capricho geológico que albergaba: no solo cautiva su cascada y su toba húmeda que llora lágrimas de agua, sino también sus estratos horizontales en forma de dientes de sierra. ¡Lo tiene todo este rincón!

Poco me quedaba hasta el descansador d’as Eretas de casa Ferrer. Allí, como en tantos rincones de Sobrepuerto, las piedras hablan: Avelina Satué dejó grabado el 9 de enero de un lejano 1927 que estaba de pastora y disfrutaba de un día estupendo; por su parte, Enrique Satué dejó escrito que estaba en esa buerda dando de comer y que había tres palmos de nieve. ¡No sería muy fácil caminar con esa nevada! Por si fuera poco, en esta borda se vio pasar al último lobo de Escartín, que emprendió su huida hacia el Puente de las Cabras. ¡Ahí es nada!

Son ejemplos de vidas pasadas, de modos de vida extintos, de cuando se pastoreaba y vivía en y de la montaña. Son palabras escritas por montañeses, nacidos y criados entre bancales, trillos, arados, ganados e inmensos horizontes, que aprendieron a juntar sus primeras letras en su escuelita de montaña, al lado de la iglesia, cuando el trabajo de pastor les dejaba acudir a esa salita donde el maestro de turno les instruía. No es cualquier cosa.


Llegué al Plano Sarrato donde, como siempre, hice un alto en el camino para contemplar la imagen siempre asombrosa de Escartín con su amplio repertorio de muros y piedras mirando hacia el sur. Hay imágenes que quedan en el recuerdo y esta siempre es una de ellas, es más, me gusta recrearme con la estampa tan serrana que desde aquí se observa. Remonté el camino hasta llegar a las primeras edificaciones de casa Satué.


¡Hola, Escartín! Había llegado con el tiempo suficiente para recorrer el pueblo con pausa y detenimiento. Comprobé cómo la aldea, más o menos, sigue igual desde mi primera visita: resisten los grabados en piedras y dinteles, las bordas en diferente estado de conservación y la preciosa plaza custodiada por la herrería y el lavadero.


Allí sigue la iglesia con su torre monumental, el maravilloso patio interior de casa Buisán resguardado de los vientos, la casa Navarro y su tejado decidido a plantarle cara al olvido y a las nieves, así como el encantador trío de casas formado por O Royo, Lacasa y Juan.


Aunque el principal motivo de mi visita era comprobar el estado de casa Ferrer, un hogar que también es el de muchos lectores que hemos tenido la fortuna de conocer el periplo vital de José Satué Buisán y familia gracias al libro «Memoria de un montañés». La dejé para el final porque, en el fondo, me resistía a contemplar una imagen que sabía que me entristecería. Y así fue.

Cuando encaré su visión desde la calle que sube desde la casa O Ferrero vi que la chaminera ya no formaba parte del paisaje de Escartín. Subí al cementerio para ver la dimensión del daño y comprobé que se había venido abajo el tejado de la cocina. El resto todavía aguanta, pero el daño ya se ha consumado.

Con él sucumbió una chimenea que era todo un símbolo de Sobrepuerto. Por la calle que sube a casa Ezquerra vi esparcidas algunas de las piedras tobas ennegrecidas que formaron parte de esta chimenea desde tiempos inmemoriales. La lluvia intensa de finales de octubre hizo crujir por última vez los maderos del hogar de casa Ferrer.


No tardé en bajar a la plaza al escuchar voces. ¿Cuánta gente se había reunido mientras yo me paseaba por el pueblo? ¿Quién estaba por allí si hasta los pajarillos se asustaron al verme llegar? Como en los buenos tiempos de Escartín, bajé a conversar con ellos como un habitante más del pueblo.

Y era verdad, pues allí estaban charra que te charra. Uno de ellos, con todas las trazas de pastor, con una vara de avellano en la mano y, seguramente, acostumbrado a conducir a su ganado en soledad, se sorprendió al verme aparecer en la plaza por la esquina de casa Sampietro.


Su voz de asombro, muy rústica, no dejó lugar a dudas. Y allí estuvimos cerca de la hora, un pastor de Borrastre, un motero de Bujaraloz y un servidor de Alicante hablando de accesos o, más bien, de su escasez, de los tiempos en que el petróleo pudo horadar Sobrepuerto, de los años en que nevaba de verdad, de los descendientes del pueblo y de un extenso repertorio de asuntos, tanto que tuve que desechar la idea de comer en el camino que lleva hasta la Isuala. Los días ya acortan demasiado como para andar ganándole tiempo al tiempo.

Me despedí de mis contertulios y de Escartín hasta una próxima vez, y bajé por el empinado sendero que unía las poblaciones de Escartín y Basarán. A mitad de camino se encontraba mi objetivo: el Puen d’as Crabas (el Puente de las Cabras). Mientras descendía y pasaba por innumerables campos yermos, visualicé el puente colgante que imaginaron los últimos montañeses en sus sueños más imposibles para salvar el impresionante tajo que divide en dos mundos a Escartín y Basarán.

Dejé de fantasear como ellos lo hicieron y me centré en la senda, pues está bastante vestida de vegetación y hay momentos en los que la traza se oculta entre frondosas matas de boj. Bien es verdad que algún sector de este camino necesita pasar por la peluquería para que le proporcionen un buen aclareo. Aun así, no dejé de pensar en el descomunal trabajo de siglos que llevaron a cabo los habitantes de estas montañas para abancalar las laderas que nacían de la parte baja del pueblo y llegaban hasta las mismísimas entrañas del barranco, todo ello aprovechando las aguas que les proporcionaban los barrancos que bajaban veloces hasta su cauce madre.

Y fue así, casi sin darme cuenta, cuando llegué al barranco d’os Güertos y la fuente os Moros, un lugar paradisiaco, con aguas limpias de tonos azulados y verdosos. Cruzar este barranco no resultó tarea fácil por su amplitud y la escasez total de piedras para vadearlo. En más de una ocasión, estuve a punto de remojarme de cuerpo entero en una preciosa poza de color azul (¡ojalá hubiera sido verano!), pero, a mis pocas ganas de pillar una pulmonía, hubo que añadir la gran suerte de poder apoyarme en los bastones. Sin ellos, quizá me habría mojado algo más que el calcetín del pie derecho.

Pasé por el molino de casa Buisán, con su enorme muela fechada en 1870 e incrustada en la pared del edificio. ¿Qué es lo que animaría a esa gente a levantar esa muela de peso descomunal para integrarla en el muro? Todo un misterio. No tardé en llegar a un importante cruce de caminos de la Carrera Otal: a la derecha Otal, al frente Basarán y a la izquierda Bergua. El fragor de las aguas y la humedad reinante me señalaron que estaba muy cerca de mi objetivo. Se me aceleró el pulso al llegar a la desembocadura del barranco de los Huertos con el de Otal: estaba en el Puente de las Cabras y era mucho más hermoso de lo que me había imaginado.


Es un lugar que escapa a todo adjetivo o, lo que es lo mismo, mejor verlo a que te lo cuenten. Antes se podía pasar de margen a margen del barranco de la Glera a través de una gran losa que hacía las veces de puente. Una riada se llevó este paso natural en la década de los 70. Ahora es un lugar inhóspito, salvajemente bello. Me podría haber quedado horas y horas allí contemplando el espectáculo. Cualquier ángulo y enfoque era perfecto para no dejar de sacar fotografías. ¡Como para perdérselo!



Volví a la Carrera Otal para tomar el camino hacia Bergua. Es un sendero prácticamente llano, sin dificultades donde, una vez más, me topé en una caseta al lado del camino con una inscripción fechada en diciembre de 1936, desatadas las hostilidades de la Guerra Civil, de Antonio Azón Gracia de casa Navarro que decía estar de pastor en la Carrera Otal en esa época. Casi 79 años después de que Antoné rayara la piedra para dejar constancia de su presencia en esa caseta de su propiedad, yo estaba emprendiendo el camino de regreso a Bergua. Mi jornada emocionante por estas tierras estaba llegando a su fin, convencido de que estas tierras merecen ser protegidas.


Bastante huella humana se ha perdido y se está perdiendo como para no dar un paso adelante y defender un territorio como este. Por cierto, ¡qué recompensado me marché a casa! Mientras conducía de regreso, me di cuenta de lo mucho que habla el silencio en esa tierra. Es un territorio cargado de ausencias, pero repleto de historias. Recorrerlo me reconcilia con mi mundo y me recuerda por qué necesito la montaña en mi vida. Así de simple.

Ruta completada:
Bergua-Escartín-Puen d’as Crabas-Bergua (entre 8 y 9 km en función del tiempo que dediquemos a visitar Escartín y los alrededores del Puen d’as Crabas).
Lectura recomendada:
SATUÉ OLIVÁN, Enrique: El Pirineo contado (2ª edición). Colección: Temas aragoneses. Edita Prames. Zaragoza, 2014.
Hay unas cuantas fotos que yo tambien he hecho y desde todos los angulos como dices pues no acabas nunca de admirar estos lugares. Yo la hice en primavera y era un gozo ver cascadas en todos los barrancos
Sí, Paco, una auténtica gozada. Le sienta muy bien la primavera a Sobrepuerto. El día de esta excursión me costaba irme del Puente de las Cabras porque encontraba mil y una excusas para quedarme.
Muy bonito reportaje Rai,
Con mucho gusto y muy bien descrito. O puen d’as crabas es un rincón irreal, es cierto. aparece de la nada, como escondido… Hace tiempo lo visité y también escribí algo, cómo no hacerlo! por si quieres echarle un vistazo: http://holartica.blogspot.com.es/2014/11/o-puen-das-crabas.html
preciosa ruta, ya digo. saludos!
¡Qué bonito, Óscar! Vaya caudal majo bajaba por la Glera el día que fuiste (por cierto, entre tu foto y mis fotos del Puen hay prácticamente un año clavado), tan majo que incluso la fuerza de la cascada difuminaba el color azul turquesa de la badina.
¡Y qué te voy a contar del Puen d’as Crabas si tú ya lo has vivido! Yo llegué desde Escartín guiado por el sonido del agua. Cuando lo vi, se me abrieron los ojos como persianas. Qué sensación estar allí solo contemplando esta maravilla. Cuando miré el reloj, dije: «¿Todo este tiempo ha pasado ya desde que estoy aquí?»; creo que con eso está todo dicho.
¡Salud!