Nos gusta el valle de Nocito. Nos gusta caminar por sus senderos, casi siempre en absoluto silencio. Nos gusta que queden rincones como estos en Aragón, tan íntimos, donde se puede establecer un sencillo diálogo con la naturaleza y las piedras.

Partimos de Lúsera y salimos del pueblo con la cencellada congelando nuestros tobillos. Sabíamos que cuanto más ascendiéramos, más calor íbamos a sentir. Las inversiones térmicas tienen estas cosas. Tomamos la senda que sube a Ibirque por un camino de los que enganchan. A nuestra derecha se dejaban sentir los saltos de agua del barranco de la Tosca (también aparece en algunos mapas como el barranco de Alaña). Los quejigares, muy desvestidos, mostraban las tonalidades típicas de un otoño muy avanzado.


El último tramo de la ascensión antes de llegar a las Planas de Ibirque discurre por la cabecera del barranco de la Tosca, rodeado de pinos y salpicado de aguas limpísimas. Busqué y rebusqué entre las aguas quietas de manantial a algún tritón, pero fracasé en el intento.

Quizá ya se encontrara hibernando, pero intuía su presencia, porque unas aguas de esa pureza no pueden sino esconder a estos animales, tan exigentes con el medio que les rodea. Al llegar a las Planas de Ibirque el paisaje cambia y se convierte en un altiplano pastoril, en unos pastos antaño ricos que ahora devora sin piedad el erizón.

Por suerte, todavía algún pastor deja a su vacada en estos llanos para que las reses pazcan tranquilas durante el verano. Un pastor eléctrico amallataba un buen trozo de este rincón de la Sierra de Belarra donde, por cierto, el erizón se veía reducido a la mínima expresión. ¡Cuánto contribuye la ganadería a que no se cierren los pasos de montaña!

En campo abierto, como derrotada tras una guerra cruel, nos encontramos un Ibirque triste. La sensación que desde la lejanía transmitía era de profundo abatimiento. En pocos lugares he sentido la soledad como en Ibirque, una soledad incómoda. No sé si sería por el dominio de la ruina, sus casas despanzurradas o por su iglesia roída con la torre desdentada que hace el último esfuerzo por no caer, qué sé yo…

Este pueblo, situado a 1337 msnm, es una sombra de lo que fue, un lugar altoaragonés surcado de cabañeras que llegaban desde Yebra de Basa o transversalmente desde Monrepós hasta alcanzar Las Bellostas y cuyos destinos eran el Valle del Ebro o los Monegros oscenses, pasando por Arguis-Nueno y el Mesón de Sescún. Llegó a tener un censo máximo de 74 habitantes a mediados del siglo XIX, una aldea de modesto tamaño, con la vista siempre puesta en el imponente Tozal de Guara.

¡Qué trajín debieron tener estas montañas hace un siglo! Los nuevos modos de entender el mundo barrieron como una ola gigante a las gentes de estas y otras montañas. Las casas de Ibirque se apiñan en torno a un gran plaza presidida por la iglesia de San Martín cuyo aspecto roto impresiona.

Algunos muros resisten gracias a su solidez constructiva, otros han preferido rendirse a la evidencia. Hasta los olmos cercanos a la iglesia, con sus destellos fantasmagóricos, han perdido la batalla contra el tiempo, seguramente asaltados por la grafiosis. Algún que otro pico picapinos ha aprovechado su madera estéril para construir su hogar. De la prestancia de la casa Otín nada queda. Algún que otro sillar labrado, los accesos cegados y la evidencia de que fue una gran casona montañesa. Poco más se puede adivinar.

Solo una borda conserva aún su tejado de losas y ha servido recientemente como refugio para el ganado, quizás este mismo verano. En la parte este del pueblo un arado de la marca Ajuria se pudre a las puertas de un campo que hace décadas que no labra. ¿En qué feria comprarían este ingenio agrícola de factura alavesa, seguramente de principios del siglo XX? El destino de la familia Ajuria, en cuyo palacio de Vitoria residen actualmente los lehendakaris vascos, fue mucho más próspero y cierto que el de los habitantes de esos humildes pueblos donde acababan sus manufacturas. ¡Cuánto sudaría aquella familia montañesa de Ibirque para adquirir esa máquina!

La vuelta la iniciamos por la cabecera del barranco de Orlato siguiendo las trazas del GR-16. Nos alejamos de Ibirque entre constantes lazadas salpicadas de bancales de porte antiguo. Levantar la mirada hacia Ibirque era imaginar un pueblo medieval de montaña que ahora la naturaleza está envolviendo con su verde abrazo. La torre, desde la lejanía del sendero de vuelta, parecía más bien una espadaña, un viejo hito que todavía sirve de guía para el caminante. El día que caiga, Ibirque habrá perdido un faro, la airosa señal que marcaba la ubicación de la aldea.

El barranco de Orlato es un curso de agua virgen, salvaje, un auténtico canto a la vida. En un claro de bosque nos quedamos boquiabiertos ante la aparición de una enorme piedra que había sido «vaciada» a conciencia para crear una covacha artificial. Lucidez y necesidad, unidas de la mano para crear un refugio pastoril único. No tardamos mucho en llegar a un rincón absolutamente inolvidable: una poza escondida de color verde esmeralda, una joya de la naturaleza.


No sé si sería la luz que incidía en la badina o la sorpresa ante semejante descubrimiento, pero me habría quedado allí horas y horas. Al otro lado de este remanso de agua, Nathalie consiguió ver una rueda de molino, prácticamente engullida por la vegetación. ¿Acudían hasta aquí a moler el grano los habitantes de Ibirque o los de la cercana Pardina de Orlato? Ni idea, pero me pareció un lugar idóneo para levantar una construcción de estas características.

Llegamos a un cruce de caminos, tomamos dirección oeste y remontamos dos collados para llegar a nuestro punto de destino con las últimas luces del día. Poco antes de cerrar nuestra ruta, habíamos franqueado con alguna dificultad un camino repleto de losas. El topónimo de Lúsera procede, como no podía ser de otra forma, de «losa» y, claro está, se trata de un «terreno abundante en losas».

La sorpresa al llegar fue contemplar la estela de humo que exhalaba una chimenea de Lúsera. Alguien, dentro de una casa, había vuelto a avivar el fuego del viejo hogar. No fue este el único golpe de suerte, pues nos encontramos con un salmantino afincado en Huesca hace 40 años que ejerció amablemente de anfitrión y nos enseñó el pueblo de su mujer, ¡la última criatura nacida en Lúsera!, que era, precisamente, la que había decidido recuperar la casa de sus antepasados. Ella fue la última cría que correteó por las calles de Lúsera. Como todos, abandonó la vieja aldea, pero la sangre y la memoria de sus ancestros la trajeron de vuelta a sus orígenes.

Lúsera es un pueblo que algunos mapas consideran erróneamente abandonado. Técnicamente, ni siquiera podría considerarse un pueblo deshabitado. Algunas casas ya han sucumbido, sí, pero hay dos que han sido recuperadas e incluso hay un habitante que reside casi de forma permanente en el pueblo.

La iglesia de San Miguel luce una cubierta metálica que, al menos, consolida la estructura del edificio a la espera de futuras actuaciones. Dos preciosos pasadizos abovedados y un pozo mantienen el porte medieval del caserío. Una casona monumental con aires de hidalguía resiste en la parte alta del pueblo. Han apuntalado casas y muros para que no claudiquen antes de tiempo. Me cuenta nuestro anfitrión que hay personas que se acercan al pueblo a preguntar por el precio de las casas en venta, al tiempo que nos anima a adquirir una. Serían buenos vecinos, eso seguro.

Desconozco si existe un futuro para Lúsera, pero sé que el tiempo allí no se ha detenido y eso me infunde cierta esperanza. Todavía hay gente empeñada en hacer girar las manecillas del reloj, que es mucho más de lo que pueden decir tantos y tantos pueblos de la geografía oscense.

Ruta completada:
Lúsera-Ibirque-Lúsera (ruta circular de unos 12-13 km; sendas limpias a día de hoy. A la vuelta, mantenerse cerca del barranco de Orlato es la garantía de estar siguiendo el camino correcto hacia Lúsera).
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