La Laguna de Gallocanta es un tesoro. Poco más de una hora nos separa de uno de los humedales mejor conservados de la Europa occidental. Y no es que lo diga yo, sino que habría que preguntárselo a las millares de grullas que buscan en este ecosistema su refugio invernal.
La Reserva Natural Dirigida de la Laguna de Gallocanta vela por la integridad de un paisaje único en España.

Gente venida de todos los rincones de España, matrículas danesas, padres e hijos con gorras bien caladas, alemanes acarreando grandes equipos fotográficos, franceses buscando la mejor ubicación para sus pesados telescopios terrestres… El magnetismo de Gallocanta es innegable.

Las grullas, viajeras empedernidas y auténticas protagonistas de la laguna por su gran número, recorren el Viejo Continente en busca de inviernos más cálidos.

¿¡Quién nos iba a decir a nosotros, seres frioleros desprovistos de pelo, que había aves migratorias que consideraban el invierno de Teruel cálido!? Noviembre es el mes que eligen para instalarse con la llegada de los primeros fríos continentales; en abril ya se habrán marchado con la promesa del buen tiempo.

Nuestra ruta discurrió por los márgenes del Lagunazo de Gallocanta, la porción de la gran laguna situada más al norte, partiendo desde el Centro de Interpretación de Gallocanta, pasando por los observatorios de los Aguanares, de la Ermita y de los Ojos y haciendo escala intermedia en la Ermita de la Virgen del Buen Acuerdo.

Es irrelevante mencionar desniveles cuando nos hallamos en un altiplano a más de 1000 metros sobre el nivel del mar. La cuenca endorreica que ocupa está circundada por completo por inmensas llanuras cerealistas y unos horizontes limpios. Los carrascales y rebollares medran en las sierras que circundan a la gran laguna.

Su origen es kárstico y la superficie que ocupa es un gigantesco poljé de fondo plano de 536 km2. En los últimos años, la laguna no ha superado el medio metro de profundidad, aunque ha llegado a alcanzar los dos metros en años más húmedos. El Lagunazo lucía seco, con un tamiz limoso de color pardo. Solo la Laguna albergaba una lámina de agua.

Pese a recibir aportes de agua dulce en forma de manantiales, denominados en la zona “navajos”, y algunos arroyuelos y barrancos que se descuelgan de las montañas vecinas, se trata de una laguna salada, ya que el confinamiento de las aguas condena a todos los aportes hídricos a salinizarse.

Precisamente, en el primer observatorio que visitamos, el de los Aguanares pudimos contemplar un tapete de la halófila Puccinellia pungens, una gramínea pinchuda que crece entre juncares y tamarices, en zonas de altísima salinidad. Supimos que es un endemismo ibérico, en peligro de extinción, que sobrevive en Gallocanta y en pocos más lugares del mundo.

La Ermita de la Virgen del Buen Acuerdo es un templo de origen románico, construido en el primer tercio del siglo XIII. De esta época solo nos ha llegado su ábside semicircular de sillares perfectamente trabajados. Es el último vestigio románico al sur de la provincia de Zaragoza, a decir de Antonio García Omedes. Teruel queda a tiro de piedra y Guadalajara no está mucho más lejos.


Vale la pena, y mucho, alargar el día hasta el atardecer. Al regreso de las ruidosas Grus grus a sus dormideros se le une la existencia de un cielo limpio, uno de los más limpios de España, que no tamiza ni emborrona los últimos rayos de sol. Aquí las puestas de sol son como siempre han sido, antes de la llegada de las megalópolis y grandes urbes.

El sol se marcha con una dulzura que emociona, en una especie de encantamiento, que nada tiene de artificial. Las tonalidades ocres y rosáceas suavizan la aridez y la dureza del paisaje. Los habitantes de la gran laguna se arraciman en el corazón de la gran cuenca para no convertirse en presas de los habitantes de la noche. El frío mesetario se cierne rápidamente tras el declive del sol.


Es un espectáculo de una sencillez sobrecogedora. Éramos unos cuantos en los alrededores de la ermita. Unos tomaban fotos, otros contemplaban absortos el panorama sentados en grandes piedras o avistaban por última vez a sus admiradas aves. Todos, incluidas las grullas, nos sumimos en un silencio balsámico, suave, como de terciopelo, dispuestos a respirar los últimos instantes de aquel día de finales de febrero.

Nadie abrió la boca, hubo un pacto de no agresión, un reconocimiento tácito de lo especial del momento que estábamos viviendo. Una calma fría y envolvente, imposible de captar por la mejor cámara. Supimos comprender el valor del silencio, supimos respetar la esencia misma de Gallocanta.
Más información:
Reserva Natural de la Laguna de Gallocanta
Ruta completada:
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