No es fácil describir un país tan diverso y fascinante como Islandia. No es sencillo condensar unas sensaciones que quedarán por siempre grabadas a fuego. Islandia deja huella al hombre sensible, al que se siente parte de la Naturaleza.
Así que creo que, para intentar reflejar el diálogo que mantuvimos con esta tierra volcánica, lo mejor es apoyarse en una selección de fotos y unos breves comentarios. Por cierto, la evidencia de que la mejor fotografía reside en la retina de cada cual se manifiesta con mucha mayor claridad en lugares como Islandia. Sirvan estas palabras como disculpa anticipada e invitación a conocer estos salvajes horizontes.

Þingvellir (que podría traducirse como la “explanada de la asamblea”) es el germen de Islandia. Es el punto exacto donde Norteamérica y Europa colisionan a través de dos placas tectónicas. Es la demostración más palpable de que Islandia es fruto del caos, de un planeta vivo que escribe su propia historia.
La presencia de enormes fallas y fisuras jalonan este espacio al que los primeros habitantes de Islandia se adhirieron como lo hace un recién nacido al seno de su madre. Aquí fue donde los temidos vikingos celebraban sus parlamentos anuales (alþingi). Aquí se proclamó la independencia de Islandia en 1944. Aquí la dorsal Mesoatlántica engendró, desde las profundidades marinas, una tierra volcánica hace 20 millones de años que ahora conocemos como Islandia.

Situados en la región geotérmica de Haukadalur, Geysir y Strokkur son dos géiseres de fuente hermanos con realidades bien distintas. Geysir es el surgimiento de aguas calientes que dio nombre a este fenómeno. Ahora este géiser, al que se considera colapsado, tan solo es una alberca de agua hirviente, un auténtico gigante dormido. Su pariente Strokkur, situado a pocos metros, es el que ha adquirido todo el protagonismo con unas erupciones tan vistosas como violentas, que reflejan la actividad volcánica latente de Islandia.

Estruendo. Viento sordo e indomable. Columnas violentas de vapor de agua. Aire embebido de humedad. Así nos recibió Gullfoss, la cascada dorada, a decir de los reflejos aúreos que pueden verse en torno a ella. El origen de este espectáculo natural es el glaciar Langjökull, visible desde la meseta superior, desde donde declina en acusada pendiente el río Hvitá (río blanco). Más que las imágenes, que son espectaculares, será imposible olvidar el fragor tumultuoso de las aguas al precipitar. Aún hoy, esa cascada sigue resonando en los tímpanos en forma de detonación pertinaz y conmovedora. La segunda foto, que capta el segundo gran salto de agua, refleja el abultado caudal de este río, que tan minúsculo te hace sentir.


Casi imposible mantener el equilibrio. Ráfagas endiabladas de viento nos dejan las manos y los labios de cartón. Comienzan a golpearnos gotas que más bien parecen perdigones proyectados por algún dios vikingo furioso. El particular clima islandés, dicen. Las guías aseguran que es una de las cascadas más altas de Islandia. Tampoco es que importen las plusmarcas en la Naturaleza. Estamos solos, nadie ha parado aquí de camino a las Tierras Altas. El río Fossá se derrumba con estrépito a través de una bellísima cascada de dos brazos en una sobrecogedora herida incisa en la tierra. La segunda foto la tomo tumbado en el frío roquedal como un soldado aterido en una trinchera. Mantenerse erguido no es seguro. Háifoss, qué difícil lo pones. Mientras, su enorme mechón blanco de agua se deshilacha en jirones zarandeado por un viento incontenible. Tú ganas, solo consigo dispararte dos fotos que no han desenfocado tu estampa salvaje.

Ljótipollur, en inglés uggly puddle, que traducido al español sería algo así como «charco repugnante», es un lago de tonos cambiantes que ocupa la cubeta volcánica de un volcán extinto. No sé en qué estarían pensando los islandeses para calificar esta lámina de agua de «repugnante». Tonos rojos magmáticos, verdes musgosos y azules parduzcos se fusionan en un entorno ciertamente inquietante. Estamos, literalmente, en medio de ninguna parte, fundidos como el hielo en un desierto volcánico surgido de las profundidades de la tierra. El lugar perfecto para sentirse como nadie en la nada. Para adquirir la forma de un simple gránulo de andesita. Por cierto, ugly también puede entenderse como «amenazante». Y, a decir verdad, este lago, más allá de su serena quietud, también me parece intimidante.


Andesita, riolita, obsidiana, montañas multicolores, colores imposibles. Esto es Landmannalaugar, la «tierra de los hombres donde brota agua caliente», el lugar donde la virulencia volcánica de la región se siente bajo nuestros pies y se disfruta con la mirada. Es Islandia en su perfecta y caótica expresión. Fumarolas azufrosas se mezclan con glaciares terminales, ríos de aguas frías y turbulentas se funden con remansos tranquilos de agua cálida que invitan al baño.
Sus montañas caramelo, de colores afables y serenos, son, en cambio, el resultado de la vorágine magmática más brutal. Las coladas de lava se desparraman por kilómetros en todas direcciones. Laugarhraun es un pasillo inverosímil de obsidiana pulida y brillante que un día vomitó un volcán cercano. Caminar por sus entrañas es una experiencia irrepetible. Coronar el volcán Bláhnúkur, la «montaña azul», es fundirte con un paisaje ígneo. Mirar hacia el hermano de fuego Brennisteinsalda, «la ola de azufre», supone maravillarte con sus tonalidades marcianas. Todo es extraterrestre en este lugar y, a la vez, profundamente humano. Estremece pensar que las fuerzas brutas que se ocultan bajo estas montañas son el origen de todo.


No fue nada fácil llegar hasta aquí. Hasta 26 corrientes de agua tuvimos que cruzar para situarnos a los pies del cañón de Eldgjá, «el cañón de fuego», el mayor cañón de origen volcánico de la Tierra, con 200 metros de profundidad y 600 metros de amplitud. Este inmenso tajo es el resultado de una erupción de gigantescas proporciones que arrastró, primeramente, desbocados ríos de hielo fundido y, más tarde, colosales volúmenes de lava. Solo bastaron ¡algunas semanas! para crear este cañón. ¡¡¡Semanas!!! Una muestra más de las fuerzas dramáticas que gobiernan Islandia.
Llegar a la cascada Ófærufoss fue sumamente emocionante. Nadie excepto nosotros disfrutamos de su salvaje sinfonía acuática. No reparamos en ella hasta prácticamente tenerla delante. Su constante murmurar queda tiernamente amortiguado entre paredes negras de lava volcánica. El verde del reino vegetal apenas lograr maquillar un terreno tiznado de negro abisal. Aquí solo rigen las leyes del hielo y el fuego.


Este fue el día de las cascadas. El agua como protagonista. La primera de ellas fue la de Seljalandsfoss, con una caída aproximada de 60 metros. Su desplome es muy plástico y sumamente delicado si se compara con otras cascadas mucho más caudalosas. Su pasillo interior permite contemplarla desde todos los ángulos. Su hermana pequeña Gljúfrafoss se encuentra a muy escasa distancia, oculta entre un pasillo de roca de difícil acceso. En otra época, el río Seljalandsá se precipitaba directamente al océano. Ahora el inmenso mar se encuentra a varios miles de metros de distancia.
La de Skógafoss es sencillamente majestuosa. No se me ocurre mejor calificativo. Como la de Seljalandsfoss, antes caía directamente al océano marcando el punto de encuentro entre la línea de costa y las tierras de interior. También son 60 metros de caída al vacío pero arrastrando unos volúmenes de agua realmente portentosos. De hecho, las fuentes del río Skógá se encuentran en los glaciares Mýrdalsjökull y Ejafjallajökull, el cuarto y el sexto en extensión de Islandia respectivamente. Su caída a plomo, sin ningún obstáculo que la detenga, se traduce en un atronador murmullo vaporoso. Es curioso que, más allá de su indudable fotogenia, el estallido sonoro de estas maravillas naturales se haya transformado en recuerdos, en sensaciones casi palpables. Solo tengo que cerrar los ojos y dejar que mi memoria fluya como esas impetuosas aguas.


La garganta de Fjaðrárgljúfur parece pertenecer a otras latitudes más meridionales. Su exuberante verdor compite con los espectaculares roquedos que se desgajan de la tierra. El ahora modesto río Fjaðra, antaño se remansaba en un gran lago de origen glaciar ubicado en la cabecera. Ese lago, asentado en un sustrato duro apenas erosionable, terminó por quebrar el muro natural de retención, lo que generó una dramática crecida que cinceló en poco tiempo un cauce aún por moldear. Lo que resta, y lo que da verdadera personalidad a esta garganta, son las rocas más potentes que han resistido los embates de las avenidas.
Pero si hay algo que llama poderosamente la atención es su encuentro con Skaftareldahraun, uno de los mayores campos de lava del mundo. Detrás de esta barrera magmática hay un relato cataclísmico de alcance mundial que remite a la erupción del Laki en 1783. Esta fisura expulsó durante ocho meses 14 millones de metros cúbicos de lava y unas 8 millones de toneladas de gases tóxicos. Estos guarismos colosales se tradujeron en 6 millones de muertos. Europa se murió de hambre. La dinámica atmosférica dislocada generó supersticiones entre la población de la época. ¿Por qué una niebla densa, persistente y de color amarillento cubría los cielos de Londres, de Madrid o de Copenhague? ¿Por qué el sol apenas lograba penetrar a través de esa bruma que recalentaba las mentes analfabetas y olía a pudrición y muerte? Y parecía que era uno de los muchos campos de lava que jalonan el territorio islandés…

Caminar por hielo fósil, ¡inolvidable! La lengua glaciar de Svínafellsjökull fue nuestro particular patio de recreo. Es una de las muchas lenguas que se despeñan entre montañas hacia el relativamente próximo océano. Hace no muchos años, a escala temporal geológica, esta franja glaciar llegaba a fundirse con las frías aguas del océano Atlántico. La plataforma glaciar matriz es el inmenso Vatnajökull, el mayor glaciar de Islandia y el segundo de Europa.
Viajando en coche desde su extremo oeste pudimos medir algo más de 150 km hasta su confín este. Eso, traducido a una escala comprensible, es la distancia entre Zaragoza y Teruel o Madrid y Aranda de Duero. Su expesor máximo es de casi un kilómetro. Más datos increíbles: las extensiones en kilómetros cuadrados de la Comunidad de Madrid y de este glaciar islandés prácticamente coinciden, así que ¿os imagináis a este monstruo helado sepultando el centro de España desde Somosierra hasta Aranjuez y desde San Martín de Valdeiglesias hasta Estremera? Y eso que se trata de un glaciar en franca recesión…
Contacto íntimo con el frío, morrena terminal del tamaño de un gigante, sumideros de colores añiles en la zona de ablación, grietas y seracs amenazantes, avance imperceptible pero constante. Aún hielo vivo pero arrastrándose pesadamente hacia la extinción. Su imagen todavía ciclópea y formidable camina hacia un futuro licuado. Es fácil sentir empatía y ternura por estas bestias heladas, tan recias y altivas como sensibles y frágiles.


Svartifoss, la cascada emblemática, la que interpreta una plástica sinfonía con su órgano de tubos, la que inspiró al arquitecto de la fotografiadísima iglesia Hallgrímskirkja de Reikiavik. Imperdible. Sus columnas de basalto bruno se cristalizaron con la lentitud con la que se elaboran las cosas bellas. Más tarde, paseo hasta el mirador de Sjónarnípa, desde donde se sobrevuela la caída apacible de la lengua glaciar de Skaftafellsjökull, también en regresión. El frente glaciar se desgaja en un lago turbio cada vez más profundo. Este balcón te confronta con la salvaje realidad de Islandia: campos de lava inerte, inmensa mancha de un oceáno insondable, glaciares activos, ríos caudalosos y volcanes en constante vigilia.


Algunos pequeños trozos desgajados de grandes icebergs se acercan mansamente a la orilla, como derrotados. Me agacho y tomo uno. Siento que ya no forma parte del ejército resistente de hielos del frente glaciar del Breiðamerkurjökull. Lo devuelvo a su medio, el agua, donde vagará hasta fusionarse en silencio con su propio ser. Es la historia de Jökulsárlón, un lago glaciar de muy reciente creación. Aguas que alcanzan profundidades de más de 250 metros invaden el espacio excavado por un inmenso glaciar. Su belleza revela el futuro de Islandia: la inevitable desaparición de los hielos que dominaron estas tierras rayanas al círculo polar ártico.
Mientras fotografío los hielos que se desligan del Öræfajökull —volcán que alberga la cima más elevada de Islandia, el Hvannadalshnjúkur— desde las pardas morrenas laterales del regresivo glaciar, pienso en el futuro que le espera a esta inmensa lámina de agua. Las aguas saladas están prácticamente a las puertas de este gran lago y se especula con que podría convertirse en un golfo, bajo sometimiento y caprichos de un océano inabarcable. Los icebergs solo han de recorrer algo más de un kilómetro para llegar al océano. Quizá demasiados pocos metros. Mientras el agua dulce y salada compiten en una batalla desigual, los restos del gran campo de hielo del Vatnajökull vagan solitarios en terreno de nadie, a la espera de lo inevitable.
Fjallsárlón es el hermano pequeño de Jökulsárlón, pero comparten dinámicas y futuro. El retroceso de la lengua glaciar Fjalljökull también ha derivado en la creación de un lago glaciar, aunque más modesto que el de su hermano del este. Su posición aislada, casi endorreica, juega a su favor. La amenaza salada aún queda lejos y la pérdida de agua dulce hacia el océano se produce de una forma más bien discreta. Es una experiencia hipnótica empezar observando su frente glaciar para luego continuar admirando la plasticidad con que se acomoda su tapete blanco a los relieves ondulados del volcán Öræfajökull.


Foto de R. Vallès
La playa de Reynisfjara, al lado de la población costera de Vík í Mýrdal, también ofrece una visión icónica de la isla, donde la arena volcánica cubre la superficie costera y las columnas basálticas que vimos en Svartifoss conforman unos vertigonosos acantilados en los que anidan grandes colonias de frailecillos. Solo el verde de las praderas costeras logra suavizar la visión de unos horizontes duros, negros y compactos. Pisar la fría arena azabache de estas indómitas costas islandesas nos trae a la memoria la dulzura de nuestras playas mediterráneas, de fina arena blanca, de azules constrastes y de sol cegador.
Todo aquí es de una belleza áspera. La segunda foto de las agujas basálticas de Reynisdrangar creo que sintetiza a la perfección la armonía cromática de este rincón de Islandia. Cielos grises, agua pálida, arena negruzca. Los matices escasean. Cualquier atisbo de color —un cielo azul, un atardecer púrpura— debe ser un festín cromático difícil de olvidar. Nosotros no tuvimos esa suerte porque la playa de Reynisfjara nos recordó que la ausencia de color habita permanentemente aquí, junto a los esquivos troles de Reynisdrangar, auténticos faros de piedra combatiendo en solitario la furia del océano.


No puedes dejar pasar la oportunidad de avistar el arco natural de Dyrhólaey como lo haría uno de los muchos charranes o o págalos que sobrevuelan ligeros estos horizontes oceánicos. Aquí, el ser humano es más bien una visita indeseada para las propietarias de estos abismos, las aves boreales, que han hecho del vértigo volcánico su lugar de nidificación. El día de nuestra visita una densa celosía de nubes plomizas cubría todo lo que alcanzaba nuestra vista, sin embargo, el furioso océano Atlántico solo era una dócil y serena lámina verdosa.
Desde este punto, el más meridional de Islandia, donde se yergue el fotogénico faro de Dyrhólaey, se divisan sin esfuerzo las masas heladas del glaciar Mýrdalsjökull recordándonos la estrechísima línea que separa Islandia del inabordable océano líquido y de los hielos resistentes más allá del círculo polar ártico. La línea costera en dirección oeste es una kilométrica autopista de despojos volcánicos, la memoria del encuentro entre el fuego y el agua. El espectáculo más sobrio y honesto del mundo.

Se termina nuestro tiempo en Islandia antes de visitar la capital Reikiavik. Nuestra última parada tiene lugar en el valle de Reykjadalur, «el valle que emana vapor», muy cerca del pintoresco pueblo de Hveragerði. Baños en relajantes aguas termales para hacer balance de todo lo que hemos vivido en este país. Lugar perfecto para despedirse de compañeros de aventuras. El agua, el viento, la tierra y el fuego forman ya parte de nosotros. Su acción infinita y perseverante nos ha moldeado.
Islandia deja una huella perenne.
Algunas rutas completadas:
Landmannalaugar – Ascensión al volcán Bláhnúkur
Lengua glaciar de Svínafellsjökull
Desde luego, dan ganas de visitarla: envidia sana.
Mágníficas fotografías y excelsa descripción de vuestra aventura. Gracias por el viaje mental.
Extraordinarias las fotos. Magníficos los comentarios. Enhorabuena y muchos besos
Casualidades Rai…estoy leyendo tu crónica de Islandia y nos mandas por facebook tu recomendación de las rutas de la Hoya…Qué decirte??. No sé si en nuestro camino está prevista la parada en Islandia…que bien si fuera así!!!. Pero, si no es posible, leyendo tu crónica, siento hasta las gotas de agua que salpican esas increibles cascadas. Gracias Rai. Besicos para los dos.