La Peña Oroel es un emblema de la Jacetania. Nadie del lugar desconoce la subida por su vertiente norte, pero no muchos frecuentan su desconocida cara sur, la que mira a los inmensos dominios del antiguo Monasterio de San Juan de la Peña.

El inicio de esta excursión se halla en la escueta población de Ara que, junto con Binué y Abena, ha pertenecido históricamente a la denominada Bal de Abena, un vallejo interior serrablés regado por el modesto Arroyo de Abena, en cuya cabecera se sitúa el Barranco de Ara, nacido en las faldas solaneras de Sodoruel.

La primera parte del camino, abandonando Ara por la evidente Calle Oroel, transcurre entre terrenos margosos, empobrecidos, solamente verdeados por los chopos que crecen impulsados por la frescura del Barranco de Ara, siempre de humilde caudal. Pasamos muy cerca del antiguo molino, donde en 1880, un niño que hacía de corderero se dio de bruces con inmenso lobo que bajaba de Oroel.
Y es que en Ara y alrededores, las pisadas del lobo han dejado profunda huella en la toponimia. En Ara encontramos la Fuen d’o Lobaz, que hace alusión a un Canis lupus de grandes dimensiones. ¿Sería el mismo lobo que se encontró el pequeño aprendiz de pastor? En el antiguo término de Artaso, ahora de Caldearenas, y lindante con Ara, aún son visibles las ruinas de la Pardina Catalupera, en transparente alusión al cánido que habitó estas serranías. Fue en 1910 cuando los dos últimos lobos de Peña Oroel vagaron por estos rompecabezas de vallejos y puntones antes de ser envenenados con estricnina.

Cabalgamos por potentes afloramientos calizos que añaden escabrosidad a un paisaje dominado por el boj y el pino, con presencia de bosquetes de quejigo en orientaciones no tan castigadas por el sol. Solo en pequeñas terrazas acodadas al barranquillo es posible encontrar algunos terrenos apradados, donde aún airosos muretes de piedra seca siguen delimitando las propiedades.

Más arriba, mientras el camino sigue ganando altura, el barranco queda cada vez queda más aislado y enmudecido. Los pinos se incrementan en número y aparecen las primeras y protectoras sombras. Debe decirse que este camino ha de ser muy agradecido con temperaturas frescas, pero no es del todo recomendable con termómetros elevados. Cara sur, escasez de sombra y nulo o casi nulo acceso a manantiales y fuentes.

Más arriba de los densos pinares, se llega a los dominios del erizón y de algunos pinos ralos que no logran medrar en estos suelos raquíticos. Antiguos pastaderos de ganado se tuestan al sol, invadidos por colonias de prietas pinchudas.

Los inmensos bloques sedimentarios de Oroel comienzan a enseñorear los horizontes. Respiramos polvo y tierra recalentada. Abrimos todos la boca como si el aire agostado de la agostada montaña fuera a refrescarnos.

Pero el descanso llega en forma de camino sin excesivo desnivel y salvadora sombra. De nuevo, los omnipresentes pinos silvestres nos permiten recuperar el resuello. Transitamos por una amplia faja de conglomerado, donde un finísimo hilo de agua se permite romper la aridez de esta vertiente castigada por la sequía.

Es la Fuen d’a Vieja, lugar donde se evoca el insistente mito de las dos abuelas sobrevivientes que vagan por las montañas en busca de acogida. En este caso, el mito se ha fijado en el agua, el punto exacto donde una de las dos abuelas decidió calmar su sed en su viaje mendicante por las laderas meridionales de esta montaña, después de que la aldea de Uruel sucumbiera a las pestes y a la miseria del Medievo.

Dejamos atrás la indicación para subir a la Peña Oroel, cuyo ascenso ni nos planteamos por el agobiante bochorno, para toparnos con la lastimosa estampa de la Ermita de la Virgen de la Cueva que, a decir de Ricardo Mur, acogió el antiguo Monasterio de Santa María de Oroel, y que terminó sus días como lugar de culto cegada por un enorme derrumbamiento en octubre de 2012.

“La naturaleza la creó y la naturaleza la destruyó” es la mejor sentencia para abreviar el carácter inestable de esta montaña. La pronunció la propia Hermandad de la Virgen de la Cueva, la que organiza a finales de mayo la tradicional romería que se celebra en sus inmediaciones, debido a la completa pérdida de funcionalidad de la ermita.

Las montañas conglomeráticas no invierten en buen cemento, sino que se lo digan al pobre Cura de Aurín de Santa Orosia que perdió la cabeza y, desde entonces, decapitado se halla.

Desde allí, es posible acceder a un fantástico mirador desde donde se puede observar la vecina e inconfundible Sierra de San Juan de la Peña y, con mirada amplia, las vastas extensiones que estuvieron bajo influencia del monasterio pinatense.
Toda la depresión intrapirenaica a nuestro alcance. También las sierras exteriores como último eslabón de un territorio quebrado, montuoso y fraccionado. Más allá, oculta, la llanura oscense.

Vale la pena, y mucho, recorrer estos caminos silenciosos, extremadamente íntimos, alejados de las rutas principales. El silencio, en estos lugares, se puede masticar.

La bajada, por el mismo camino, nos revela un sendero sabiamente trazado, pero especialmente sometido a los rigores de la montaña. Una serie de pasos, en los que apenas habíamos reparado a la ida, se muestran algo más intimidantes en la bajada.

La senda se difumina y se expone al vacío por culpa de la desnudez y la pendiente de la montaña. La erosión la ha borrado prácticamente en algunos puntos muy concretos. El Barranco de Ara fluye libremente unas cuantas decenas de metros más abajo. Conviene no despistarse.

Antes de marchar, sería bueno dejarse guiar por el trazado escueto y tortuoso de las calles de Ara. Sigue sintiéndose el latido del Pirineo auténtico en sus chimeneas, balconadas y dinteles.

Y habría que ir al cementerio de esta aldea, porque allí resisten los últimos vestigios del monasterio cisterciense de Santa María de Gloria, fundado por un noble bearnés de nombre Augerio de Olorón, con una breve historia de tan solo 218 años (1242-1460).
No hay destino pequeño. Los lugares más remotos esconden secretos. Los caminos que pisamos ahora, antes fueron transitados por otras generaciones y todos, ellos y nosotros, damos sentido y forma a estas montañas.
Ruta completada:
Ermita de la Virgen de la Cueva de Oroel desde Ara
Fuentes consultadas:
Satué Oliván, Enrique (2014). El Pirineo contado. Zaragoza: Prames