Cuántas cosas calla Teruel. Cuántos silencios duros por sus vegas y sus páramos. Qué cantidad de patrimonio rural casi inalterado se está diluyendo porque no hay quien lo ampare. Por suerte, hay un ser vivo que ha sido rescatado del olvido. Se trata del chopo cabecero.

Pongamos que estamos en Olalla, en la cuenca del río Pancrudo, en su margen derecha, pero bien podríamos estar en las cuencas de los ríos Martín, Jiloca, Alfambra, Guadalope, Huerva o Aguasvivas, y disfrutar de idéntico espectáculo.

La susodicha población de Olalla censa 48 almas y centenares, no sé si miles de chopos cabeceros en su término municipal. Y no solo puede presumir de chopos negros, sino también de sabinas albares. Estas dos singulares especies vegetales se dan la mano en esta escueta población turolense.

La primera de ellas se sitúa en las tierras húmedas de los barrancos, ríos y arroyos configurando un dosel vegetal único, el último legado de los bosques de ribera relictos.

La intensísima deforestación para el laboreo agrícola y el desmesurado pastoreo de siglos han convertido las tierras altas de Teruel en un territorio de infinitas parameras, abierto a todos los vientos, desprovisto de la protección y el abrigo de masas forestales continuas y extremadamente expuesto a la erosión.

Es por eso que los largos desfiles de chopos cabeceros son auténticos refugios de vida silvestre, que rompen con la visión uniformizada de estas duras tierras. Pero más allá de su incuestionable valor estético, siempre fue un árbol de trabajo.

Sirvió para levantar viviendas, pero sobre todo edificios auxiliares como pajares, graneros y parideras. Sirvió para dar calor en esas edificaciones que ayudó a alzar. Sirvió y sirve como vía pecuaria del ganado ovino y caprino, cuyas cabezas sestean, beben y se alimentan de lo que, otoño tras otoño, se desprende.


Con sus potentes raíces es un agente contenedor de avenidas y arroyadas, tan habituales en los veranos tormentosos turolenses. Los propios campesinos, dada su utilidad, los plantaron, cuidaron con periódicas escamondas y aprovecharon su versátil madera.


Elemento constructivo, combustible, forraje, delimitador de vías pecuarias, dehesa, controlador de la erosión. Todo eso representó el chopo cabecero. Y ahora, ¿qué hacer con él? El aprovechamiento humano prácticamente se ha perdido, pero el natural aún pervive.
No obstante, su continuidad depende del hombre, que modificó su fisonomía atendiendo a sus necesidades vitales. Las escamondas fueron su garantía de supervivencia. Antes, había brazos para desmocharlos y menesteres que cubrir. Ahora, Teruel se desangra entre legados de políticos inútiles y pirámides demográficas inaguantables.
Esta funesta ecuación es la que quiere resolver la Entidad de Custodia del Territorio para la conservación del chopo cabecero. La apuesta por la implicación como respuesta a la escasez de fuerza humana en esta tierra. No es sencillo, pero hay que intentarlo.

La declaración de esta tradición secular como Bien de Interés Cultural Inmaterial por el Gobierno de Aragón ya es un hecho. Se está tramitando la creación del Parque Cultural del Chopo Cabecero del Alto Alfambra, lo que podría servir de acicate para que otros territorios hicieran lo mismo.

Ojalá, y así quiero verlo, sea un canto a la esperanza. Como siempre sucede en estos casos, la cuestión no es tanto el qué sino el cómo. A todo esto, ya son nueve ediciones las que ha visto la fiesta anual del chopo cabecero, este último año celebradas en Allepuz y Jorcas.

Lo que está claro es que no hay chopo sin el concurso del hombre. No es un cuento decir que en Teruel, en muchos kilómetros a la redonda, estos venerables prodigios son los únicos elementos vegetales que adornan el paisaje. Perder estos viejos árboles con sombrero y pies de gigante significa perder la propia identidad de la mirada.

La segunda especie que habita Olalla es la sabina albar. Para disfrutar de ella hay que cruzar el pueblo y atravesar las eras, hoy desfiguradas.

Este sabinar es el mejor conservado del Jiloca y una buena muestra de lo que fueron las cubiertas forestales de estas tierras antes de que el hombre las modificara para siempre.

La sabina comparte espacio con algunas encinas y rebollos, sobre una superficie adehesada que ha modelado la ganadería que aún pace en estos pagos.


Algunos ejemplares muestran copas alteradas por las podas que han servido a los pastores desde antiguo para alimentar a los animales en los meses más fríos del invierno.


Este sabinar está surcado por dos barrancos, uno de ellos completamente seco, sometido a intensas avenidas, con un lecho seco de grandes bolos esféricos de conformación típicamente mediterránea, y otro, mucho más húmedo, ajardinado con prominentes ejemplares de chopos canadienses, que fueron plantados en sustitución de los autóctonos chopos negros.


Ambos ambientes tan diferenciados regalan momentos de estrecho vínculo con la naturaleza, especialmente al paso por el encantador Barranco de Cenizales, un auténtico corredor de vida silvestre.
Olalla, ese pueblo con nombre de mujer, se queda ahí con su rico patrimonio vegetal. Con sus palomares, sus casas remozadas y su parte alta tapizada por el fiemo de una ganadería que va y viene del sabinar al Barranco de la Riera.

Con su bellísima torre mudéjar exenta, que subsiste a estos tiempos de derrumbes y piquetas desenfrenadas. Con dignidad y con mucho por hacer.
Ruta completada:
Chopos cabeceros y sabinar de Olalla
Fuentes de consulta e información:
Hola.
Teruel y su provincia, esconde bellos paisajes, unos conocidos y otros «escondidos», que quieren ser descubiertos.
Tengo pendiente la visita tanto a Olalla como Bea, para disfrutar de estos bellos y solitarios bosques, así que de este otoño no pasará.
Me apunto tu blog, que he leído varias entradas y me ha gustado, además que tiene muchas cosas interesantes, que iré ojeando.
Un saludo
Hola, Eduardo:
Las andadas de Olalla y Bea son excepcionales, cada una por motivos muy diferentes. Y el Jiloca, en general, es una comarca por descubrir y valorar.
Gracias por leernos.