Seguimos descubriendo el río Huerva, el que en Zaragoza conocen como “el tercer río”, el que pasa con discreción por nuestro pueblo. Hemos visitado su nacimiento, recorrido gran parte de las localidades de su curso alto y pateado intensamente su curso bajo. Y nos sigue sorprendiendo.

Esta vez le toca a Villanueva de Huerva, ubicada en el tramo terminal medio, a las puertas de los potentes afloramientos yesíferos del tramo bajo. Su ubicación no podía ser casual.

Tras superar la maravillosa Foz de los Calderones, surge el pueblo de Villanueva, en una llanada que se abraza al río. Se acabaron las angosturas hasta que el pequeño río se remansa, por última vez, en la Foz de Mezalocha.

Más arriba de Villanueva, la escabrosidad de la Sierra del Peco constriñe al Huerva en estrechas gargantas. Esta situación tan singular, a caballo entre la Depresión del Ebro y la zona de influencia de la rama aragonesa del Sistema Ibérico, hace que en Villanueva convivan el más contundente terreno estepario con potentes afloramientos calizos.

La aparición de pinares relictos y la presencia de civilizaciones pasadas hacen el resto.

El objetivo de esta ruta es apreciar los contrastes, disfrutar de lo que no aparece en las guías turísticas, gozar con los pequeños detalles y poner en valor el alma recia y callada de estos lugares de profunda alma rural.


El primer objetivo es alcanzar las alturas del Cabezo de San Pablo, un cerro testigo con historia, uno de los muchos que jalonan el tramo bajo del Huerva.

Conforme nos vamos acercando, sentimos algo parecido a la ternura. Sus formas rotas y deformes se descomponen a voluntad de los agentes erosivos. Pero su plataforma amesetada tiene por cima uno de los miradores más excelsos que hemos visitado, a pesar de su más que discreta altura.

El siempre eterno Moncayo, el alargado cordal de la Sierra de Algairén, las cumbres nevadas pirenaicas, las estrecheces de Mezalocha, las multicolores planas arcillosas de Jaulín y Muel. Todo ello desde poco más de 650 metros de altitud. Este cerro testigo, aparentemente inane, alumbró presencia humana desde la Edad del Bronce, alojó a un poblado belo celtíbero y se le supone ocupación romana, visigoda y musulmana hasta que fue sacralizado en la Baja Edad Media con una ermita tardorrománica del XIII advocada a San Pablo, uno de los símbolos del cristianismo primitivo.

Este conjunto discreto, ahora solo colonizado por solitarios romerales, constituye un perfecto ejemplo de arrasamiento del relieve tabular que compuso el paisaje de esta zona de Aragón hace muchísimos años. Las conocidas planas de Jaulín, de María o de Botorrita correrán su misma suerte.

Después de dejar atrás la arruinada figura de la Paridera de San Pablo y de su cercana balsa colmatada, dejamos la estela que sigue el camino que unía y sigue uniendo Villanueva con Longares y viramos en clara dirección sur hacia el pinar de Villanueva, la auténtica joya forestal del municipio, que ha sobrevivido a la llama de incendios recientes.

Pasamos por la aún en uso Paridera del Pedruscudero, que combina naves con tejados de chapa con chozos tradicionales levantados con piedras de yeso de la zona y tejados destartalados que dejan entrever la trilogía constructiva clásica: madera, barro y cañizo. Se habrá conseguido encontrar la relación calidad-resistencia con las chapas metálicas, pero las cualidades estéticas de los elementos que da la tierra son incontestables.

El paso por el pinar se realiza por una pista forestal en condiciones aceptables, pero es posible conocerlo de una forma mucho más íntima a través de una serie de senderos no marcados que parten en todas direcciones. Recomiendo transitar por él en días de niebla, ya que, al encontrarse en la linde altimétrica que separa el sol invernal de la sombra plomiza, a veces se originan contrastes luminosos sorprendentes.

En el primer tramo, antes de cruzar la carretera A-220, dominan absolutamente el pino carrasco, las aromáticas y la jara, la pirófita por excelencia. El segundo tramo nos muestra un sorprendente bosque mediterráneo más desarrollado, de superficie adehesada. A las carrascas, se le unen algunas manchas de encinas e incluso de robles marcescentes.
Estamos bajando por el Barranco del Pinar, en su sector más umbrío, que se convierte en un receptáculo singular de humedad por su particular orografía. No hay agua constante en superficie, pero se respira un aire menos reseco. Orillando el cauce del barranco se permiten el lujo de enseñorearse algunos robles quejigos con sus inconfundibles agallas.
El clima tan extremo de la zona no tutela ninguna filigrana más. Da para lo que da. ¡Pero quién nos iba a decir que íbamos a encontrar robles en Villanueva! Después de abandonar el dosel forestal del pinar, desembocamos en la A-1101. Es posible volver en pocos minutos al pueblo, pero todavía quedaban rincones que no convenía dejar en el tintero.

El primero de ellos, el yacimiento de icnitas de El Paso. Pese a que el cartel informativo ha sido arrasado por el sol y apenas puede leerse el contenido, no es difícil dar con las huellas de dos terópodos tridáctilos —dinosaurios carnívoros de tamaño medio— que dejaron su impronta en las orillas de una laguna arcillosa hace 125 millones de años. Ojo a los datos: terópodos, Cretácico, laguna… ¡Cómo hemos cambiado!


Abandonamos este yacimiento en dirección a Villanueva por un ramal del sendero PR-Z 47 que desemboca a escasos metros de la Fuente del Baño, con un discreto manantial de aguas medicinales indicadas para el tratamiento de enfermedades renales. El edificio que la alberga ha sido felizmente restaurado hace poco. La medicina actual ya no receta sorbitos de agua de la Fuente del Baño para pacientes con riñones sufrientes, pero ahí queda para quien la quiera probar.


La última sorpresa la iba a deparar la Foz de los Calderones, una garganta caliza de unos 500 metros por donde discurre el cristalino río Huerva. Pero no nos íbamos a contentar con apreciarla desde el mirador debidamente indicado, sino que la íbamos a recorrer por una especie de faja colgada donde se adivinan las trazas de una senda difusa.


No hay ningún peligro, salvo si se padece de vértigo. La panorámica del Huerva es, una vez más, sorprendente. La vegetación de ribera palidece a estas alturas, pero la plasticidad de la Huerva en este rincón es asombrosa. Se ven marmitas repletas de agua en barrancos tributarios. Se escucha un ensordecer griterío de la avifauna que vive ajena a nuestra presencia. Un regalo.

Y llegamos al Azud de los Calderones, último hito de esta ruta, lugar donde se derivan las aguas de este generoso río a través de la Acequia Madre. Desde abajo, la belleza del río tampoco desmerece en absoluto. Antes de marcharnos, obligado paseo por el pueblo, que sigue conservando con bastantes buenas hechuras su fisonomía rural, sin complejos, herencia de callejas y entramado árabe.

Y convendría no pasar por alto la Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, datada en el XVI, que conserva una enigmática torre, aneja a la altísima principal, con un remate en ladrillo que exhibe dos preciosas ventanas geminadas de filiación claramente románica, posiblemente de los siglos XII-XIII, en la misma época en que se erigió la Ermita de San Pablo en el cabezo homónimo. Una rareza encantadora de un pueblo encantador.

Una vez más, se vuelve a demostrar que no hay destino pequeño. Que hay que observar con mirada atenta todo lo que nos rodea. Villanueva de Huerva, a nuestro parecer, contiene esencias vivas de ese frasco de mil fragancias que es Aragón, esencias que forman parte de una realidad enmudecida, pero que siguen perfumando esta tierra agrietada, callosa y enormemente bella.
Ruta completada:
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