Tenemos algo de Matarraña. Hemos respirado esos perfumes desde que éramos niños. Olivos y almendros han sido testigos de nuestras primeras andanzas juveniles. Elegimos el pueblo de Peñarroya de Tastavins para evocar imágenes que se muestran a todo color en nuestra retina.

El propósito de esta ruta es circunvalar las rocas del Masmut, aquellas que el pena-rogí Desideri Lombarte asoció a la tribu beréber de los Masmuda. Salimos del pueblo de Peñarroya con la intención de visitarlo tranquilamente a nuestro regreso.


Lo abandonamos entre corrales y edificios auxiliares en diverso estado de conservación. Apenas modificados, hablan de un pasado ligado al sector primario que aún se deja sentir.

Sus huellas son apreciables en la ladera de enfrente, donde centenares de olivos descienden con una plasticidad fantástica entre bancales de fina traza. ¿Qué diferencia existe entre los aterrazamientos andinos y los del Matarraña? A simple vista, ninguno.

A nuestra izquierda dejamos los restos del Pont Xafat, uno de los dos accesos que tendría el desaparecido castillo musulmán de Peñarroya. Aún son visibles los arranques en ladrillo del portón y las escaleras talladas en piedra para acceder al recinto.

Un peirón se yergue sobre el espacio que ocupaba la primitiva iglesia de Nuestra Señora de la Mola del siglo XIII. El propio peirón recuerda la hermandad, que se remonta al siglo XIV, entre el pueblo castellonense de Vallibona, ubicado en la comarca de Els Ports, y Peñarroya.

No tardamos en llegar a la balsa de Sant Miquel, el lugar donde finiquitaremos nuestra circular en unas cuantas horas. Una pista forestal delimitada por carrascas, aromáticas y pinos nos lleva hasta un punto clave en esta ruta, una triple intersección donde existen dos variantes y la propia continuación del camino.

La primera variante nos lleva, sin señalización oficial, hasta la cima del gigante Masmut. Para ello, tendremos que utilizar los pies y las manos. Subir por su grupa no va a ser tarea sencilla, pero confiamos en obtener una magnífica recompensa.

Y así es. Desde arriba nos sentimos minúsculos entre rocas que parecen fieras pero que sabemos que no lo son tanto.

Condenadas están a desmembrarse, a caer, a formar parte del mar que antaño las contuvo. Es un privilegio estar en un terreno casi vedado para el hombre, entre huellas de ungulados que han hecho de estos altos su refugio. Mientras tanto, una pareja de buitres traza elipses perfectas en el cielo para recordarnos que ellos siempre vuelan más alto.

Bajamos por el camino ascendido, regresamos a nuestra explanada inicial y tomamos rumbo hacia el mirador del Masmut. Desde esta posición aventajada, se consigue una panorámica completa de esa formación mastodóntica que es el estandarte de Peñarroya de Tastavins.

Apreciamos a simple vista el cauce del Arroyo de los Prados, afluente del Tastavins, las alturas angulosas del Tossal de l’Hereu y la Moleta Alta, y, cómo no, la contundencia rojiza del Masmut, con un sistema de peñas sedimentarias que muta a expensas de los agentes erosivos.

La ruta prosigue, después de disfrutar de esta balconada natural, por un sendero de montaña que es vía pecuaria clasificada por el Gobierno de Aragón. Con esta figura, la administración reconoció su existencia en 2008.


Poco ha de importarle la anchura y el trazado de la vía al ganado que por allí haya de pasar o trashumar, pero sí es importante para oficializar y dar sentido a caminos seguramente milenarios.

Entre pinos, primero, y quercíneas, después, desembocamos en las aguas puras del río de los Prados. Este tiene su origen en las inmediaciones de la aldea castellonense de El Boixar, topónimo que hace referencia a la abundancia de bojes en la zona.

Forma parte de la agreste y despoblada Tinença de Benifassà, una subcomarca histórica del Maestrazgo, una zona tan sumamente bella como desconocida.

El cauce es amplio y amenazante. Conocemos perfectamente estos barrancos de graveras interminables y de aguas que van y vienen. Los inmensos bolos romos que duermen varados en las casi siempre escasas aguas demuestran la inmensa fuerza de arrastre de las avenidas.

Estas son un agente modelador del paisaje de primer orden, que actúan con la agresividad de quien solo conoce y entiende la fuerza bruta. Nos maravilla al tiempo que nos hiela la sangre observar la quietud turbadora de toneladas de roca.

Sabemos que el sitio que ahora ocupan no es el que les corresponde. Que dependen de una fuerza mayor que hace y deshace sin miramientos.

Las aguas aparecen y desaparecen, caprichosas. El lecho a veces poroso crea pasillos subterráneos que ocultan las aguas en superficie. En afloramientos más contundentes, las aguas no pueden camuflarse y muestran su mejor cara, con reflejos aguamar que tintinean con el sol de mayo.

La travesía llana por su tramo de cauce invita a la reflexión, pero hay que ascender de nuevo si lo que queremos es volver a Peñarroya, no sin antes visitar una obra de ingeniería hidráulica que, por funcional y estética, es una auténtica joya que no merece ser ignorada.

Es el Pont de la Canaleta de un solo ojo que salva una caída de varios metros sobre nuestro río, el de los Prados. Una construcción deliciosa por estar perfectamente ejecutada.

Los estribos se elevan sobre unos poderosos afloramientos calizos, las dovelas se disponen verticalmente con un sentido asombroso de la simetría y el pretil, de tan solo cinco hiladas de piedras irregulares, no se concibió para personas con vértigo, sino para delimitar con sencillez el camino.

Pasamos por detrás del Mas de Peret, una de las muchas masías que salpican estas montañas mediterráneas, para incorporarnos definitivamente a la pista forestal que nos conducirá sin pérdida hasta la balsa de Sant Miquel, y luego a Peñarroya.

Ruta natural completada, pero queda la patrimonial, que no es poca cosa. Peñarroya de Tastavins atesora un repertorio de viviendas tradicionales que no conviene pasar de largo. Liberados de la pesada carga de las mochilas, pasear tranquilamente por el casco urbano supone un dignísimo colofón de ruta.


Las innumerables balconadas compiten en gracilidad con los aleros imposibles de unas casas recias concebidas en tres o cuatro alturas. La madera tallada de las barandas y de los canecillos evoca el trabajo artesanal de oficios casi extintos.

Nos agradan estas casonas tan abiertas al mundo, tan receptivas a la luz, tan repletas de vida, tan engalanadas con flores. Comparten fisonomía las más humildes y las más pudientes. Todas se proyectan hacia afuera. Nos sentimos más mediterráneos que nunca.


Pienso en los pueblos de interior de mi región y me llegan idénticos aromas a pucheros y guisados de carne a través de las ventanas abiertas, observo similares iglesias y torres campanario barrocas, escucho las mismas voces despreocupadas de niños que juegan en la calle y las mismas conversaciones entre mayores que utilizan unas expresiones idiomáticas que tanto conozco y que tan feliz me hace escucharlas.

Debe ser la tibia brisa mediterránea que acaricia estas tierras o la infinidad de horizontes y lugares que convertimos en propios. Sea como sea, el Matarranya es el hilo invisible que nos vincula dulcemente con nuestras raíces.
Ruta completada: