¿Cuántas veces hemos caminado por las soledades de Sobrepuerto? Ya ni las contamos, pero siempre nos llevamos de esa tierra recuerdos, amigos y momentos, que al fin y al cabo, engrandecen estas montañas.

La propuesta de andada de este año fue similar a la de la edición anterior en cuanto a recorrido proyectado de norte a sur, pero esta vez con Yésero como punto de partida y Yebra de Basa como meta final. Como siempre, la primera jornada se inicia de madrugada, con muchas caras conocidas, con el madrugón marcado en los ojos y con sonrisas por doquier. Muchos ya sabemos lo que nos vamos a encontrar y aguardamos con expectación la llegada de ese día.


Un Yésero aún somnoliento acoge nuestros primeros pasos. Pocos pueblos disfrutan de una ubicación tan privilegiada, con la vista puesta hacia uno de los picos señeros de las sierras interiores como es la Peña Sabocos del precioso murallón calizo de Tendeñera.


El camino asciende por un tupido bosque de umbría, compuesto por pinos y abetos, y festoneado por un sotobosque repleto de radiantes orquídeas. Lazadas y más lazadas, con algunos tramos muy pendientes, nos dejan en el primer punto clave de la jornada: el Collado de Espierre.


Hace pocos minutos que pisamos terreno supraforestal y, desde este punto, nos asomamos a las tierras que alumbran el nacimiento del barranco d’os Lucars. Es la Bal Menuta, el pequeño valle que se descuelga en dirección oeste del macizo de Erata, y que acoge a dos escuetas poblaciones de montaña como Espierre y Barbenuta.


Abrimos bien los ojos porque somos conscientes de estar pisando uno de los caminos de acceso al Sobrepuerto más bellos de cuantos existen. Esta vertiente norte, desafiante en invierno, es un auténtico vergel en primavera.


Lo saben bien los insectos que buscan con ahínco el néctar de cada flor, también el ganado que apacienta a sus anchas y los pequeños reptiles que se tuestan en sus hamacas de roca. Lo atestigua la explosión de orquídeas que aquí se muestran exuberantes y salvajes.


Nosotros somos meros animales de paso que admiramos la pureza de estos paisajes. No pretendemos ser más y bien nos vale no salirnos del guion.

Dado que el ritmo de paso es muy bueno, nos animamos a subir a la Punta Erata. Ya hemos estado aquí varias veces, pero las emociones siguen siendo las mismas, amplificadas por unos horizontes que ya son nuestros, tanto como otros que lo fueron por nacimiento.


Estamos a poco más de 2000 metros, pero nos sentimos en el techo de este particular mundo. El irrepetible pueblo de Otal, la telúrica ermita de San Benito de Erata, la amable Tierra de Biescas, los quebrados horizontes sureños de quejigo y boj y la contundente presencia caliza de Tendeñera, que anticipa el universo pirenaico.

Las cosas que más llenan siguen sin costar ni un puñetero chavo, por más que el empeño sea otro. Emprendemos la bajada hacia el Cuello de Otal y, posteriormente, hasta el despoblado del mismo nombre.


Los pinos negros siguen remontando las empinadas praderías del puerto. El ganado vacuno de los pueblos de la redolada intenta poner freno a su ascenso, pero la presión de la mordida de los rumiantes sigue siendo insuficiente para detener su avance.

Llegamos a Otal entre bancales hace décadas incultos. La milenaria iglesia de San Miguel en primera plana, con una hilera de calles rotas, y casas despanzurradas y asfixiadas por el verde abrazo. En la lejanía, miles de hectáreas de tapizadas laderas. La visión sigue siendo tan auténtica y emocionante como siempre.

Pero no siempre fue así. Entre 1956 y 1957, el Army Map Service estadounidense, por encargo del gobierno franquista, realizó vuelos fotogramétricos de la geografía española. Sobrepuerto también fue sobrevolado por aviones norteamericanos. En esos años, Otal aún mantenía unas pocas casas abiertas y su estampa medieval prácticamente intacta. Sesenta años después, la naturaleza ha recobrado sus dominios con una fiereza y un poderío insultantes. Lo que antes era un bosque mutilado, ahora es una auténtica selva.

Fuente: Fototeca Digital, vuelo americano serie B

Fuente: Ortofotografía SITAR
Bajo la cubierta remozada de la iglesia, merecido descanso y explicación oportuna de por qué este recinto religioso está aquí y no en cualquier otro lugar, por qué el ábside mira hacia la Punta Pelopín y no hacia Erata, por qué las proporciones del edificio buscan la armonía del número áureo y no son fruto del azar.


Tras refrescarnos bajo la sombra del fragante nogal de la plaza, con vistas hacia la única casa que se mantiene dignamente en pie, la de O Royo, reemprendemos el camino por las laderas orientales de la Erata, hilvanadas por un bosque maduro de montaña.


Cruzamos el hilo de agua del barranco Sanchopico y, más tarde, un cauce cantarín, que es el de As Labañeras, que será el de Otal, que luego será A Glera y, en su etapa terminal, el Forcos. Aquí brotan sus primeras fuentes, que conforman una densa red hidrográfica de barrancos y arroyuelos. En los puentes de Bergua, se fusiona con la otra gran arteria de Sobrepuerto, A Pera, nacida en las faldas de levante del monte sagrado de Oturia.


En un camino repleto de subidas y bajadas, Otal se deja ver de cuando en cuando entre las ramas del profundo bosque. Al llegar al tormentoso barranco Pablo, nos topamos con el Paso de la Ripa, en paso expuesto y descarnado, sometido a los caprichos de la montaña.


Siempre fue un paso delicado, así lo atestiguan los antiguos habitantes, que aseguran que ese camino, por donde incluso pasaban caballerías, se arreglaba dos veces al año. Ahora, apenas pasa una persona. El paso del tiempo, la naturaleza y sus desmanes.

Tras un breve transitar por un viejo hayedo, salimos a los dominios visuales de los antiguos pobladores de Ainielle. El collado homónimo fue y sigue siendo la inflexión de un cordal que pierde fuerza y se desploma vertiginosamente hacia ese ombligo montañoso que es Ainielle.

Los campos abancalados de Santa Cruz y A Birgen son las únicas trazas de aprovechamiento humano visibles entre un cada vez más denso pinar de repoblación, que constriñe unas tierras enjutas que fueron aprovechadas hasta el último milímetro cuadrado.

Se acerca la hora de comer y lo haremos en las praderas del Castillón, un viejo puntón que hizo las veces de puesto de vigilancia pasiva para otear los horizontes inestables en la época de las temidas razzias islámicas. Pero su uso parece bastante anterior, ya que se han encontrado monedas ibéricas y romanas en las inmediaciones, así como huesos y restos de cerámica.

Al otro lado, mirando hacia el este, se extienden los agrestes dominios de la amortada Pardina de Niablas, localizada en las mismas coordenadas que la selva de hayas que hace poco acabamos de superar. En esta inverosímil ubicación de umbría supervivieron sus habitantes hasta el siglo XV, momento en que se produce la venta de sus terrenos al Concejo de Oto, condicionados por un medio físico tan hostil como inconcebible.

Por A Pinosa, avanzamos sin pausa hasta la Cruz de Basarán. Es lógico que cada vez los horizontes sean más despejados, más amables y menos tortuosos. Nos estamos acercando al corazón mismo de Sobrepuerto, un lugar clave desde donde acceder a todos los pueblos que componían este puzle escarpado de barrancos, collados y montañas.

La comitiva decide descartar la visita a Basarán para tomar el camino directo hacia Cortillas. No nos importa dejar este pueblo atrás porque su recuerdo sigue muy fresco en nuestra memoria. Son muy pocos los kilómetros que restan para llegar a Cortillas, la población de mayor entidad de Sobrepuerto.


Desde las alturas del Puyal vemos un Cortillas que sobrecoge. La sensación es la de haber padecido un reciente bombardeo de aviación por la cantidad de piedras desparramadas y los mínimos tejados que resisten dignamente. La ruina, junto con las notables dimensiones del pueblo, amplifican esta punzante sensación.

Llegó a tener 34 casas y un máximo poblacional de 203 habitantes, cifras sobresalientes para un pueblo aislado de montaña. Cortillas sigue perteneciendo a sus legítimos propietarios y se observan señales de esperanza en algunos rincones concretos del pueblo.

Algunas bordas han sido rehabilitadas y en la plaza pública se yergue orgullosa la casa fuerte de Isábal. Algunos vecinos siguen subiendo al ganado a los pastos de su propiedad. También se reúnen anualmente para desbrozar las calles y hacerlas transitables. El pulso de Cortillas es débil y enfermizo pero sostenido.

No puede decir lo mismo la vecina Cillas, que se ha rendido a lo inevitable. Su impronta alicaída es un reflejo anticipado de lo que será dentro de unas décadas: unos cuantos muros sin nada que sujetar y el recuerdo de que allí alguna vez hubo un pueblo. Solo las vacas consiguen evitar el avance de un mundo natural que espera pacientemente su turno.

La primera jornada termina y es hora de cenar, reír y disfrutar con ese cansancio dulce que ya es marca de la casa. Unos aguantan más que otros la noche de guitarras y bailes en Cortillas. Los que preferimos embutirnos pronto en nuestro saco de dormir, nos damos cuenta de que la luna brillante de esa noche nos negará el disfrute de las estrellas, pero despertará los sonidos aletargados de la fauna nocturna.

Las sempiternas cigarras estivales, el repiqueteo de los cencerros de las insomnes vacas y el ulular atávico de un autillo son los únicos sonidos que desgarran el silencio de la noche. A eso de las 4 de la mañana me despierto acalorado. Al poco rato, y mientras todo el mundo duerme profundamente, me viene a la mente ese refrán que dice que “cuando el autillo canta, ni sábana ni manta”.

Y es que el cortejo de esta pequeña rapaz coincide con las noches más cálidas del verano. Seguro que los antiguos habitantes de estas montañas lo sabían, y se habrían ido frescos a dormir, pero nosotros no tenemos esos automatismos insertados en el cerebro. Pasamos calor y luego, en el mejor de los casos, somos capaces de recordar saberes ya perdidos.

La siguiente jornada nos espera, como siempre, con caras largas y cafés largos. Después de un desayuno ordenado y abundante, nos hacemos las fotos grupales de rigor, desplegamos los bastones y empezamos a dar pasos juntos de nuevo.

Debemos alcanzar Yebra de Basa y, para ello, descender primero hacia la fuente Fontanellas y seguidamente el barranco Pozino. A nuestra izquierda, aparecen muros ciclópeos que aún consiguen despuntar entre bojes y erizones mastodónticos.


En la confluencia con el barranco d’a Balle, que luego será el barranco de la Pera, viramos en dirección oeste para buscar el collado de la Cruceta. Justo enfrente, nos dejamos sorprender por la exuberancia selvática del Fabar d’a Balle, un hayedo maduro que extiende sus poderosos brazos hasta las inmediaciones de Sasa de Sobrepuerto.


Por donde caminamos, hirientes erizonares y aliagares exfolian a conciencia las piernas de los presentes. Hasta que un prado, cuajado de ejemplares de Dactylorhiza elata y atravesado por las aguas prístinas del barranco d’a Balle, nos hace detenernos casi sin reparar en ello.

Somos conscientes de estar pisando un territorio alejado de toda influencia humana. Se nota que hace mucho que nadie pasa por aquí para ir a Cortillas, pese a ser uno de los caminos más concurridos de Sobrepuerto en el pasado.

A través de una trocha maderera, remontamos los últimos metros hasta A Cruzeta. Un riachuelo desciende acodado a un extremo de la vereda. La sombra de un hayedo espeso enfría el aire que respiramos.


Lo que presenciamos parece más propio de otras regiones más septentrionales, pero lo cierto es que estamos recorriendo un pequeño tramo del hayedo relicto de la Valle. Y tenemos mucha suerte de estar viviendo esto.


Alcanzado el collado, el cambio es radical en todos los sentidos. El aire nos llega recalentado, el sol abochorna y el suelo se muestra reseco y polvoriento. En cuestión de metros, hemos pasado, de un modo completamente fascinante, del clima atlántico de lluvia y humedad permanentes al clima mediterráneo de largos estíos y vegetación mermada.

Después de transitar por el camino viejo de Yebra, recorremos los antiguos campos de Sorna, unas tierras intensamente cultivadas, y cuyo topónimo hace referencia al calor sofocante que se padeció -y se sigue padeciendo- por estos andurriales tan menguados como desamparados. La andada está llegando a su fin. Nos lo anuncian los potentes afloramientos de conglomerados que cobijan las ermitas superiores cercanas al puerto de Santa Orosia y el gigantesco sinclinal que toca techo en el monte Oturia.

La cascada del Chorro simula con increíble realismo la caída de un mechón de pelo cano. El viento que baja de norte la alborota a su antojo y crea efectos de una plasticidad sorprendente. ¿Cómo no iban a maravillarse los primeros hombres ante un lugar así?

Desde los conglomerados cimeros, por el Camino Real de Gésera, desembocamos en el camino del Puerto de Santa Orosia. En poco tiempo, pisamos las areniscas de As Arrodillas y las margas grisáceas de As Coroniellas. Yebra de Basa y su fragor estival nos esperan con los brazos abiertos.

Se termina una jornada de contrastes admirables y, con ella, la andada de 2018. La comida de hermandad pone punto y final a dos días de muchas emociones compartidas, conversaciones interesantes y aprendizaje común en las tierras de Sobrepuerto.

Brindamos por lo que se tiene que brindar, por volvernos a ver el año que viene para compartir momentos que nos encargaremos de renovar. Nuestros pasos, tan respetuosos como tenaces, ponen nombre a esas montañas, combaten la desmemoria y acompañan su silencio.
Ruta completada:
Primera jornada: Yésero – Erata – Otal – Cuello de Ainielle – Cruz de Basarán – Cortillas
Segunda jornada: Cortillas – Barranco y fabar d’a Balle – Collado A Cruzeta – Camino viejo de Yebra – Campos de Sorna – Camino de Santa Orosia – Yebra de Basa
Datos completos:
31,50 km totales
1481 m de desnivel positivo
1708 m de desnivel negativo