El Moncayo, de nuevo, como lugar de encuentro. En esta ocasión, para disfrutar de uno de los parajes más emblemáticos de la ibérica zaragozana, las Peñas de Herrera.

Son visibles desde buena parte del sur y este de Aragón, aunque también, según la orientación y condiciones atmosféricas, se pueden observar desde algunas zonas del Alto Aragón.

Pertenecen a la población serrana de Talamantes, la más elevada de la comarca del Campo de Borja, ubicada en la confluencia de dos barrancos que tienen su origen en las faldas de las Peñas, el de Valdetreviño y el de Valdeherrera.

Pese a algún mamotreto constructivo carente de sentido, Talamantes respeta su esencia de pueblo de montaña moncaíno, ligado al medio con naturalidad, ceñido a él en fuerte abrazo como el que se une a un ser querido. Y así ha de ser.

El recorrido sale de la población dejando a un lado su pequeño cerro cuajado de bodegas rupestres, en dispar estado de conservación. Los pueblos borjanos más próximos al Moncayo no escatiman en este tipo de construcciones sabiamente concebidas.

Los habitantes de estas tierras aprovecharon los cerros próximos para cimentar la tradición vitivinícola de sus antepasados y conformar una estructura suburbana de lo más peculiar, que no solo debería ser conservada, sino suficientemente valorada por locales y foráneos.

Estamos al lado del barranco de Valdeherrera y su murmullo comienza a ser audible entre la espuma de los primeros chopos del camino. Ejemplares de Dactylorhiza elata aparecen en todos y cada uno de los cruce de agua, los insectos se entregan al frenetismo del verano y un calor espeso comienza a elevarse del suelo seco al compás de un sol vertical.

Un cartel metálico nos indica que accedemos al Parque Natural. Justo en ese punto, las encinas y carrascas se aprietan al cauce del barranco, y proporcionan una sombra reconfortante.

Pero la umbría en esta zona del Moncayo dura lo que dura un suspiro. El camino pronto se desvía del transitar del agua y se dirige directamente hacia el collado de las grandes peñas.

Nada de sombra, solo territorio ralo, conquistado por guillomos, aromáticas de todo género y enebros atestados de abejas y abejorros que se confían con celo a su labor estival.

Debe ser este un duro camino en condiciones de cierzo desatado o de estática calina. Por suerte, una ligera brisa de norte lo hizo algo más llevadero.

Y ante nosotros, las Peñas de Herrera, unos colmillos calizos que se adhieren a unas encías romas y desgastadas. El vecino Cerro del Morrón es el enorme molar del sector kárstico del Moncayo, situado en el perímetro sur del viejo corazón silíceo del coloso ibérico.

Nos abrimos a un territorio de periferias tanto a nivel geológico como institucional. Se le suele conocer como la “cara oculta del Moncayo”, apelativo que me resisto a utilizar, porque creo que no le favorece en absoluto al ahondar en su proverbial aislamiento. Sigue siendo Moncayo, quizá “otro” Moncayo, pero no por ello oculto.


Estamos en el collado, a más de 1400 metros de altitud, rodeados de formidables torreones de roca, desgajados por la intensa erosión.

El de mi derecha se conoce como la Peña de Enmedio y el de mi izquierda la del Camino. La plataforma cimera de este último acogió un castillo vigía, el de Ferrellón.

El vecino Alto del Picarrón amparó otro más modesto, el de Ferrera. Ambos tenían contacto visual con el castillo roquero de Talamantes y vigilaban la entrada natural desde Castilla y las alturas de Morana desde Beratón.


Dejaron de ser funcionales allá por el siglo XIV, pero siglos más tarde fueron aprovechados por bandoleros que asaltaban a los caminantes desde su inhóspita ubicación.

Desde el último diente, la Peña de los Castillos de Herrera, toca bajar hasta la visible pista que nos conducirá hasta el Collado del Campo, pero antes conviene otear los cuatro puntos cardinales.

Hacia el este contemplamos nuestro itinerario de subida, con Talamantes camuflado en la línea de fuga de las montañas circundantes. Qué bien se observan los dos tramos del barranco de Valdeherrera, que nace desnudo y que se viste con tímidas carrascas en su tramo terminal.

Hacia el norte, el peñón del castillo de Ferrellón, ahora rebautizado como Peña del Camino, y algunas poblaciones de piedemonte como Alcalá y Añón.


Hacia el sur, el camino milenario hacia Calcena, puro legado pastoril moncaíno, con su gigantesca Plana de Valdeascones y la afilada dentadura de las Peñas Albas.

Al fin, hacia el oeste, el contundente Morrón, inasequible al paso del tiempo, a cuyos pies se asienta la incomparable población de Purujosa, con unas gentes que están a la altura de su genuino paisaje.


El tramo por pista sirve para retomar el ritmo normal de paso y contemplar con tranquilidad lo que ya hemos completado. Las Peñas de Herrera, a partir de ahora, solo van a ser una fotografía lejana.


Llegamos al Collado del Campo, hoyada en el Moncayo más meridional, con un rebaño de cabras sesteando bajo el pinar que asciende desde Valdetreviño. La cima de la Tonda, donde haremos una parada para descansar y comer, es nuestro siguiente hito.



Desde este anticlinal de areniscas rojas, rotundo como indica su propia toponimia, se contempla el último espolón montañoso del Campo de Borja, el de Tabuenca y su Peña de las Armas, el de la Sierra de la Nava Alta, que declina mansamente al entrar en la vecina comarca de Valdejalón.

También, cómo no, las extensas llanuras conquistadas por la vid borjana, motor económico y auténtico paisaje rural de la comarca.

El último destino es Talamantes, y lo alcanzaremos, primero, por el camino de Valdelatonda, senda de antiguos nevateros y pastores, y, más tarde, por el de Valdetreviño. En este último tramo, la sombra del pinar de repoblación es una auténtica caricia.


El Talamantes más vivaz, el de los hijos del pueblo que regresan con sus familias en verano, ya se deja oír desde la ermita de San Miguel.

Su posición ligeramente excéntrica le confiere aún si cabe más atractivo. El patrón de la localidad, una valiosa talla del siglo XV, se halla custodiada bajo sus muros. Se entiende pues que no sea posible acceder libremente al interior.

El cilindro absidal, revocado actualmente en cal, habla de sus orígenes tardorrománicos del XIII. No es nada corriente encontrar edificios religiosos de filiación románica en el Campo de Borja, así que conviene disfrutarlo tranquilamente y con la mirada bien despierta. Unos bancos invitan a tomar el fresco bajo la sombra de puntilargos cipreses.

Desde San Miguel hasta el pueblo nos separan unos pocos centenares de metros que condensan la imagen rural de Talamantes. Unos cuantos huertos se apiñan en el escaso terreno fértil que genera un modesto barranco como el de Valdetreviño. A su vera, se yerguen gruesos muros de piedra para delimitar propiedades y caminos.

Eso sí, qué sanas se observan las verduras que crecen en los caballones de esa tierra preparada con mimo y a merced de una primavera generosa. Cruzamos un puentecito de un solo ojo, construido en tosco sillarejo, al que se le supone la misma datación que la cercana ermita de San Miguel. Un prodigio de austeridad e integración perfecta en el paisaje.

Solo nos queda refrescarnos en la Fuente del Lugar antes de entrar, ahora sí, en el pueblo de Talamantes, cuna de un apellido que ha enraizado incluso en América Latina. Se cierra así una circular que permite conocer íntimamente el paisaje más representativo de esta villa histórica.

Antes de marchar, charlamos con un par de talamantinos de adopción, llegados desde la gran urbe aragonesa. Son ya varios años los que llevan en estas tierras y acaban de compartir mesa y mantel en el albergue con un andaluz residente en Añón y una sanmartinera que cada vez echa más de menos a su Moncayo y de más a Zaragoza.

Nos hablan de que en Talamantes se vive bien, con cabeceras comarcales cercanas que garantizan servicios básicos, con una naturaleza apabullante, con unas calles donde aún se escucha a la chiquillería en invierno, con un conjunto urbano donde la ruina se reduce a la mínima expresión. No hace falta que nos convenzan de nada porque así lo percibimos con claridad. Talamantes tiene presente y ha de labrarse su futuro.
Ruta completada:
Las Peñas de Herrera y la Tonda desde Talamantes
Fuentes consultadas:
Las bodegas rupestres del Campo de Borja, Vicente M. Chueca Yus
Castillos de nuestra zona: Ferrera y Ferrellón, Centro de Estudios Borjanos
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