La primera vez fue de casualidad. Buscábamos el nacimiento del río Huerva y una carretera de otros tiempos nos llevó hasta Piedrahita, donde las comunicaciones asfaltadas mueren sin ningún honor, entre baches infames, peraltes peligrosos y arcenes inexistentes.

Aquí, en este rincón del norte de la Comarca del Jiloca, en esta subcomarca natural de la Sierra y Campo de Loscos, el olvido se expresa con brutalidad. Solo unas cuantas, y muy loables, asociaciones vecinales y culturales mantienen vivo un legado que se les escapa de las manos. Me temo que nadie de los que recorren los pasillos y los despachos capitalinos han pasado por estas tierras esclavas de pirámides demográficas reventadas por arriba.

Tampoco llegan a Piedrahita otros que no sean los residentes, ocasionales o no, cazadores que van al coto del Colladico, el panadero y algún que otro agente forestal o de la Guardia Civil de Calamocha.

En lo que fueron las antiguas escuelas, una señora de cierta edad, con muchas ganas de conversar, nos vino a decir que no se sentía partícipe de nada que sonara a Aragón, que se sentía de ninguna parte, que les tenían olvidados en aquella ínsula de la Sierra de Oriche. Esas palabras todavía retumban en nuestra conciencia.


En muy pocos lugares hemos sentido el abandono institucional de una forma tan cristalina como aquí. En Piedrahita hay 7 habitantes censados en la actualidad, pero ¿cuántos serán los que habiten de forma permanente? Se escucha un hatajo de ovejas en una navecilla anexa al pueblo. Deben ser las del pastor que, según nos cuentan, aún reside por estos predios.

Pese a todo lo que pesa sobre este territorio, que es mucho y muy denso, el patrimonio natural que alberga es de excepción, y ampliamente desconocido, todo sea dicho.

Convendría valorarlo para alumbrar otro tipo de visitas, siempre emparentadas con el turismo social y sostenible. El valle del río Nogueta, Santa María aguas abajo, es una joya en bruto del Jiloca. Lo surca una pista forestal que conecta Piedrahita con Mezquita de Loscos. El recorrido fue bautizado oficialmente con el nombre de «Ruta del río Nogueta» y completado con una serie de paneles interpretativos, algunos de ellos desaparecidos.

El que haya transitado mínimamente por la Comarca del Jiloca sabrá que es un territorio ampliamente deforestado, pero que ha logrado preservar unos espacios forestales relictos de incalculable valor y en excelente estado de conservación. El valle del Nogueta es uno de ellos.

Este modesto arroyo aflora en el contundente karst de Piedrahita, a espaldas de los llanos de Fonfría y Allueva, donde ven la luz dos ríos relevantes de la margen derecha del Ebro, el Huerva y el Aguasvivas. El curso está festoneado por un bosque de galería asombroso, el mejor conservado de toda la unidad geográfica de la Sierra de Cucalón-Oriche.

Mezcla con naturalidad los chopos, algunos cabeceros, en su tramo bajo con los fresnos y algunos olmos de hojas tintineantes en su tramo alto. A la vera del río crecen sin oposición guillomos, madreselvas, espinos y plantas trepadoras.


Casi miméticos, y abrazados a la humedad del Nogueta, se insinúan antiguos bancales de frutales, donde se fusionan arbustos espinosos y pastizales de buena calidad con cerezos, perales y manzanos que alguna vez dieron sustento a los habitantes de la zona.


En las laderas que nos rodean surgen unas manchas imponentes de encinar y de pinar negral de repoblación. El Pinus nigra subsp. salzmannii ha medrado con increíble vitalidad en la piel kárstica de esta sierra. En cambio, los viejos encinares se adhieren con fuerza a su dermis más vieja, la de naturaleza cuarcítica.

No hace falta ser demasiado perspicaz para darse cuenta de los cambios de litologías en plena pista forestal, donde se aprecian claramente los contrastes de las tonalidades rojizas paleozoicas y grisáceas mesozoicas, juntos con algunas fallas y plegamientos evidentes en los taludes de la pista. Los estudiosos han encontrado en este vallejo escondido del Jiloca un verdadero laboratorio geológico.

Y así llegamos, entre bosque aclarado y cada vez más terreno de labor, a Mezquita de Loscos. Su imagen desde el Collado Martín es impagable, junto con su vecina Loscos y la encinada Sierra de Herrera.

Pocas imágenes más fidedignas del Aragón interior. En el pueblo, cierto frenesí estival, con puertas abiertas, mayores en los poyetes y niños detrás de la eterna pelota.


En Loscos, la población vecina, presumen de hijo ilustre, Jesús Vallejo, un joven futbolista que actualmente juega para el Real Madrid y cuya madre es nacida allí.
Mientras fotografío su iglesia rojiza de San Juan Bautista, se me acerca un señor que me pregunta qué hago por aquí. En su tono no hay reproche, más bien sorpresa.

Se podría decir que le asombra que alguien que no desciende de Mezquita haya terminado allí, y encima saliendo desde Piedrahita (lo pronuncia indistintamente como Perahita o Pedrahita), un «pueblecico donde ya no queda nadie».

Le contesto amablemente que el Jiloca me parece una zona muy interesante y que me encanta caminar. La respuesta parece que le conforma, pero creo que sigue pensando que qué se me ha perdido por aquí. Su réplica me lo confirma: «Pues si aquí cada vez hay menos que ver. Unos cuantos viejos y poco más».

Eso nos da pie para hablar sobre la realidad de estos pueblos en invierno, lejos del ensueño veraniego, de los dos hermanos solteros que viven en compañía (pastores, cómo no), de la mujer anciana que no la arrancan de su pueblo, de los que trabajan las tierras del término sin residir en Mezquita, de la decadencia de Loscos, un «pueblo muy grande en otros tiempos».

También de que la cabecera comarcal de Belchite la tienen casi a una hora en coche por carreteras «más bien malas», pero que «peores son las que van a Calamocha», precisamente de donde vengo. Se lamenta de que el monte está abandonado, impracticable, de que allí ya no entra nadie a excepción de los forestales. Que en el monte hay mucho trabajo, pero que se lo quedan unos pocos.

Todo lo que me cuenta me resulta familiar, pero duele escucharlo a través de la mirada decepcionada de un residente ocasional. Porque, sí, él ya no forma parte de esas «cinco o seis personas, como mucho» que se funden con el crudo invierno ibérico. Nos despedimos. Se va a comer. Yo me voy a ver qué me ofrece Mezquita.

Autenticidad en algunas construcciones empedradas y encaladas, que no se han rendido al cemento unificador. Rusticidad en cada rincón. Los vientos urbanitas se han detenido en las crestas de la Modorra. El casco urbano de Mezquita es pura Celtiberia, tal y como se avistaba desde el Collado Martín, y formó parte del peligroso territorio de frontera de la Sesma de la Trasierra de la Comunidad de Aldeas de Daroca.

Me espera un largo camino de vuelta. De vuelta en Piedrahita, me dedico a recorrer su muy menguado casco urbano, que antaño llegó a alojar 125 hogares y más de 400 habitantes de derecho.


Bajo la sombra del inmenso chopo cabecero de la plaza, algunos residentes estivales se reparten refrescos y cervezas. Desde el edificio de las antiguas escuelas suena música.

En nada se parece al Piedrahita que me he encontrado de buena mañana, dormido apaciblemente. La iglesia de San Pedro Apóstol se desmanteló en 1936. Ya nunca se volvió a reedificar y ha quedado como epítome del debilitamiento del pueblo.


En una sencilla placa cerámica se homenajea al practicante de medicina don Joaquín Carbó Bonet, que fue contratado por el modestísimo ayuntamiento de Piedrahita para atajar la terrible pandemia de gripe española de 1918. Dos años más tarde, nadie moría por gripe en este rincón del Jiloca gracias a su buen hacer.

Se enfrentó a situaciones médicas tan dispares como cirugías menores, fracturas, extracción de piezas dentales, asistencias a los partos y, en especial, a una enfermedad cruel como el carbunco o malgrano de los pastores. Se las apañó para idear una suerte de emplasto que reducía la hinchazón y conducía, casi siempre, a la total curación.

Su buena praxis llegó a oídos de otras poblaciones vecinas, cuyas gentes acudían a su domicilio para obtener los remedios de su farmacopea particular. Los pagos eran tan modestos como las personas que tocaban el llamador de su puerta. Pero no desatendió sus funciones, no dio la espalda a una población que se moría de tanto esperar.

Joaquín Carbó fue el precursor de la figura imprescindible del médico rural, tuvo que enfrentarse diariamente a la pobreza de las gentes rurales, a muertes que ahora consideraríamos totalmente inaceptables, a una esperanza de vida que apenas llegaba a la cincuentena. Y lo hizo por mejorar la calidad de vida de sus vecinos, muy en desventaja frente a las grandes cabeceras comarcales, por pura humanidad.

Una placa sencilla que recuerda a un buen hombre. Estas historias son las que merecen ser contadas. También el descubrimiento del valle del río Nogueta. Sus habitantes se consideran invisibles, y con toda razón. Se siguen sorprendiendo de que alguien tome libremente la decisión de visitarles. Como si creyeran que ya no aparecen en los mapas.

Y me temo que la condescendencia, la espera y la tristeza no van a servir de nada. Exigir es lo único exigible. La Modorra de Cucalón nos permitió descubrir un valle maravilloso, un lugar que merece ser descubierto, disfrutado y reivindicado. Tantas veces como haga falta.
Ruta completada:
Valle del río Nogueta desde Piedrahita
Fuentes consultadas:
Revista Oriche, número 69. Asociación Cultural Trassierra de Loscos
Sanz Serrano, Tomás (2007). Serranías de Cucalón, guía general de las sierras de Cucalón, Oriche y Fonfría. Calamocha: Centro de Estudios del Jiloca
ME HA GUSTADO MUCHO, QUE QUE HAYAS HECHO ESTE REPORTAJE , Y QUE CONOCIERAN LA HISTORIA DEL ABUELO Y DE ESTAS TIERRAS AL PARECER TAN OLVIDADAS, UN FUERTE ABRAZO