Son hermanos gemelos. Mismo porte, misma morfología, misma piel. Pero les diferencia el lugar que ocupan, la visión que tienen, la compañía de la que gozan. Son los Pirineos español y francés. Tan iguales y tan diferentes.

Cruzar los puertos de montaña pirenaicos es adentrarse en las tripas de la gran cordillera a través de sus flancos menos angostos. El Portalet es el que da acceso a esta pequeña muesca del gran ser vivo que es el Pirineo francés. Le conocen como el Lac d’Isabe y es una criatura bella.

En el siglo XIX, esta montaña, su lago y sus bosques no eran los de Isabe sino los de Jabe. La raíz -is actual es frecuentemente hidronímica, pero no parece ser este el caso, pese a la abundancia de agua en la zona. Isabe se corresponde perfectamente con Isaba, munipicio roncalés del Pirineo navarro.
En cierto modo, también con Isábal, pardina del Sobrepuerto de Huesca, en pleno Barranco de Oliván, y que persiste como apellido toponímico en el Alto Aragón.

En cuanto a jâbe, el topónimo antiguo, en algunas regiones de Francia se le conoce como la parte posterior de un foso. En este caso, el reverso de estas montañas, las que miran hacia el norte francés, sí configuran poderosas caídas, las propias que rodean el lago o las del Pic de la Ténèbre, en cuya base se asienta una gran cascada. Se podría decir que estaríamos ante su vertiente abisal.

Vaya por delante que no será fácil llegar hasta este Lac, pero valdrá la pena. Un hayedo nos cobija bajo su portentosa sombra. Qué comunes son estos biotopos en los valles franceses, tan acostumbrados a las precipitaciones y a las nieblas refrescantes.

A nuestro lado, descienden las aguas impetuosas del Bitet, un cauce muy codiciado por numerosos barranquistas.

La subida inicial discurre por territorio umbroso, rodeados de un parasol forestal atlántico. Es el Bois d’Isabe. Las pendientes son razonablemente llevaderas.

Helechos, abetos, pinos silvestres y hayas, algunas de ellas varias veces centenarias, son las protagonistas de una selva que envuelve a sus habitantes en un velo de humedad.
Se respira ese perfume coloreado que anticipa el otoño. El año avanza inexorablemente hacia su final, no pautado por unas campanas de una plaza mayor, sino por la caída de las hojas y de las nieves tempranas, que sepultarán pesadamente la vida alumbrada en primavera.
Se anticipa el letargo, pese al calor reinante hoy. Los fríos aires repentinos, los movimientos agitados de las hojas, las frambuesas maduras, la fuga de las aves estivales. Todos los seres vivos lo intuimos. Cruzaremos el barranco antes mencionado y afrontaremos el segundo tramo de bosque, con una pendiente delatora de grandes aperturas y claros.

La gran Montagne d’Iseye y su cubeta receptora de aguas, germen del Bitet, y el fabuloso Pic de la Ténèbre lo llenan todo. Una por su marcada fisonomía pastoril, el otro por ser su agreste anatomía caliza.

El hayedo comienza a dispersarse, como un regimiento que sabe que entra en territorio enemigo. El sol ya no encuentra impedimentos para calentar el suelo que pisamos.

Estamos en los que los mapas IGN franceses señalan como el Québot d’Isabe. En el Béarn, donde nos encontramos, estos québots son abrigos de roca levantados por el hombre.

Al otro lado, no muy lejos de este, se levanta la Cabane de Cujalate, un topónimo cuando menos atrayente. Cujala en gascón hace referencias a nuestros corrales, majadas y se inserta en un territorio de evidente vocación ganadera.

Los verdes prados de montaña así lo atestiguan. La toponimia, aún ignorada, nos alecciona y sigue esculpiendo el paisaje humano. Ya estamos en territorio abierto. Allí arriba, muy arriba, adivinamos la presencia del gran lago. Antes, tendremos que superar una auténtica pared, atravesada por un camino que no tiene más remedio que retorcerse, en un verdadero ejercicio de contorsión.
A cambio, en el camino de ascenso, nos esperan decenas, centenares de frambuesas maduras que recompensan nuestro esfuerzo.

Conforme ganamos altura, las panorámicas de Francia adquieren empaque. Colgado de esta montaña, uno puede apreciar las diferencias estructurales de las vertientes francesa y española de los Pirineos.

La más evidente, la disparidad de desniveles. La sutileza más amable del Pirineo español no es comparable con el declive brutal del francés.
Un ejemplo: Laruns, la primera población relevante de la Vallée d’Ossau, queda a poco más de 8 kilómetros en línea recta de donde nos encontramos. Está emplazada a unos 500 metros sobre el nivel del mar. Nosotros estaremos en pocos minutos a 1900 metros. Más llamativo aún es el caso de Pau, capital de departamento, situada a 200 metros sobre el nivel del mar, de la que solo nos separan 40 kilómetros.

A la inversa, Zaragoza, en el fondo del Valle del Ebro, comparte altura sobre el nivel del mar con Pau. La diferencia es que se encuentra a 140 kilómetros en línea recta de la frontera pirenaica. Por tanto, la sensación de amurallamiento al contemplar el Pirineo desde territorio francés es incuestionable.

La otra diferencia, entroncada firmemente con la anterior, y dicha del modo más llano y comprensible: ¿Dónde queda Guara? ¿Es que no hay una Guara francesa? Pues no, no la hay. Las llanadas bearnesas se atisban a vista de pájaro desde las cumbres francesas. Los prismáticos sobran. Y genera una sensación de belleza y vértigo punzantes. No obstante, desde las elevaciones del Pirineo español solo se vislumbra un pentagrama de serranías, hondonadas y picos.

Esta fragmentación orográfica también es sublime —quién no se ha emocionado al mirar hacia el sur y ver la silueta quebrada, honda y bella del Alto Aragón—, pero por contra ampara unas condiciones de vida mucho más hostiles que las de nuestros vecinos franceses.

Con estas reflexiones, llegamos a la antesala de lo majestuoso. La canal de desagüe del lago glaciar se nos presenta entre cascadas sedosas. El Pic de la Ténèbre se presenta ahora como una gigantesca embarcación de piedra que se hunde de popa en un mar muy profundo. El Pic d’Isabe le escolta algo más tímido, pero también asiste al espectáculo.
Cerrando el circo de montañas kársticas está la Crête de Sesques y el pico homónimo, que toca techo a 2606 metros.

Un sesquié/sesquièro es en Languedoc un lugar donde abundan las masas de agua, es decir, las turberas, lo que en aragonés se podría asimilar de algún modo a las paúles. Concuerda con lo que vemos y, sobre todo, con lo que pudo haber sido en otro tiempo.
Ocupando el fondo de esta maravilla natural, se encuentra el Lac d’Isabe, una pacífica mancha aguamar que antes fue un gran artefacto níveo, que se encargó de modelar este rincón de la geografía pirenaica. De aquellos hielos, estas aguas. ¡Y qué aguas!
Todos los hilos de agua se precipitan desde los neveros que resisten bien orientados bajo los picos circundantes.
Los farallones tapizados de verde me trasladan a las fotografías que he visto de las costas de Escocia. Solo que aquí el Atlántico Norte se condensa en un lago de montaña. Pero a mí me vale.

Mientras los demás descansan, me dedico a contemplar absorto lo que tengo delante. No quiero que mi retina olvide nada, aunque sé que mi cámara siempre va a estar ahí para recordármelo.
Sentado en las orillas de este lago, el paisaje adquiere una dimensión más densa. Unos dormitan, otros charlan animadamente, cada uno disfruta a su manera. Me dejo envolver por la sensación que transmiten las reposadas aguas del lago.

Somos unos privilegiados por poder observar esto, sentirlo y entenderlo. A la bajada seremos conscientes de lo que dejamos arriba, ya muy arriba, una joya fielmente custodiada por unas gendarmes de piedra.
Hemos hecho alquimia con ella, nos hemos fundido con ella durante unas horas. Ahora sé que brillamos un poco más que antes.
Ruta completada:
Lac d’Isabe desde la Route forestière du Bitet
Fuentes consultadas:
Pégorier, André (2006). Les noms de lieux en France – Glossaire de termes dialectaux. Institut Géographique National