Entre la Bal d’Abena, ese vallecillo que se descuelga hacia el este desde el anticlinal de Oroel, y la Bal Estrecha se sitúa la insólita aldea de Rapún.


Su primera referencia documental data del siglo XI, en tiempos de Ramiro I, en un contexto de repoblación de estos valles pirenaicos con la fundación de núcleos poblacionales y monasterios.

Lo cerrarían por el norte y sur dos cenobios, el de San Genaro de Basa, del que solo queda el recuerdo, ubicado probablemente en la confluencia de los ríos Basa y Gállego, y el de San Andrés de Fanlo, situado al noreste de Ipiés.

Esta más que interesante ruta parte del núcleo germinal de Sabiñánigo, conocido popularmente como Sabiñánigo pueblo o Alto, hoy barrio de San Feliciano.

El antiguo barrio de la Estación, que hoy es el Sabiñánigo industrial y de servicios, tomó prestado el topónimo.

Sabiñánigo pueblo se halla en plena Bal Estrecha, alimentada por las aguas de un barranco de nombre Fondanito, que nace a espaldas de Navasa y cuyo topónimo latino, rematado con el sufijo abundancial etum>ito, alude a la riqueza de manantiales de la zona.

Y no yerra en absoluto, ya que en las laderas norteñas de la Sierra de Buyán no falta el líquido elemento.

Es este un lugar de tranquilidad ciertamente extraña. El cordón de arenisca que forman los Capitiellos dota a Sabiñánigo pueblo de un silencio y tranquilidad casi irreales.
El ajetreo de Sabiñánigo se ve amortiguado, y de qué manera, por esta formación geológica conocida como Areniscas de Sabiñánigo, configurada en ambientes marinos someros y de tipología deltaica.

La intención, después de cruzar las aguas claras del Fondanito, es tomar el Camino de la sierra para atravesar el paco o umbría de Sabiñánigo.

Se trata de un interesante bosque prieto de pinos, bojes, musgos, líquenes y hongos. La humedad apelmaza el aire. Es curioso que, al llegar al collado de la Fogaza, a casi 1100 metros de altitud, el paisaje mute de una forma tan sorprendente.

La bajada discurre por un territorio primariamente mediterráneo, de quejigos y carrascas diseminadas, y donde se despliegan en todo su esplendor los encantos de la Formación Campodarbe, o sea, la trilogía de conglomerados, areniscas y margas.

La explotación silvopastoril de estos montes por parte de los habitantes de Rapún y Ayés debe estar detrás de la dispersión de la cubierta forestal que, presumo, deben ser un caldero de agua hirviendo en los meses estivales.

Mientras descendemos, observamos unos horizontes que se quiebran como papel arrugado. Sobrevolamos con la mente estas sierras hasta llegar a Nueno, la población que marca la inclinación irremediable hacia el llano. Aquí, el Pirineo ya ha manifestado su fuerza desde hace 30 kilómetros.


Desde las alturas, las rallas de Rapún rasgan como cuchillas un paisaje de perfiles fundamentalmente alomados.


Pronto, tomamos el camino que sigue la traza sugerida por el barranco de la Güega, precisamente el que separa los predios de Ayés y Rapún.

No se tarda en atravesar la hoz abierta por las avenidas de este barranco, que se despliega en este punto con un potente paquete de conglomerado.

Si los Capitiellos son la frontera entre las vales Ancha y Estrecha, las rallas marcan imaginariamente el terreno forestal y el cultivable.

Conforme nos acercamos a Rapún, aparecen muretes de contención que nos señalan la huella antrópica de hoy abandonados campos de cultivo.
Estas rallas son el resultado de la compresión de depósitos aluviales de grandes ríos pirenaicos durante el Eoceno. La poderosa Orogenia alpina los plegó y verticalizó. La erosión de los materiales menos competentes dejaron al descubierto estas murallas de roca.


La foz de Salinas de Villalangua y as Rallas de Santo Domingo, también conocidas en Longás como os Tablaus, son ejemplos de formaciones hermanas.

Y en eso que llegamos a Rapún. Nos llaman la atención tres cosas: que la iglesia no está en el solar urbano, que las rallas aquí son de arenisca (no de conglomerado como las de Ayés) y que el núcleo original, pese a estar casi borrado por los zarzales, resiste abrazado fuertemente a los estratos verticales.

Porque no, la fisonomía del Rapún que hoy conocemos no coincide con la de la aldea bajomedieval que se mantuvo en pie hasta 2004. Tampoco el entorno, muchísimo más humanizado. Solo cuatro casas componían el menguado caserío, con sus respectivos edificios auxiliares, conformando una estructura de panal de abeja.

La progresiva ruina que se adueñó del pueblo tras la marcha de todos sus habitantes en 1966, agravada por un incendio que afectó a Casa López en 1972, precipitó el final de una originalísima trama urbana, sustentada en torno a un estrato protector que les guarecía eficazmente de los rigores del viento norte y les ofrecía un punto irradiador de calor gracias a su cercanía con la roca. Pura inteligencia natural.


No es de extrañar, a decir de los de Sabiñánigo pueblo, que a los de Rapún se les conociera con el sobrenombre de borbutes, es decir, abubillas en aragonés.

Dejando de lado interpretaciones poco higiénicas, lo cierto es que no es nada infrecuente ver a esta ave insectívora asomada a cortados y peñascos, donde suele nidificar.

Por el camino hacia la cabañera, llegamos a la sobria iglesia románica de San Félix. Parada obligatoria, por supuesto. A diferencia de muchos otros recintos religiosos, la puerta permanece abierta.

Podemos entrar y disfrutar, con el mayor de los respetos, de un delicado suelo enmorrillado, que cubre por completo el suelo de la nave a modo de tapiz geométrico.

El coro de madera despliega una rica y elaborada decoración, especialmente a través de un friso central cuajado de motivos vegetales, símbolos femeninos de plenitud y fertilidad.

Curiosamente, el tirador de la puerta que acabamos de atravesar imita una forma fálica, símbolo fecundante masculino.

Seguramente, ambos elementos no sean más que motivos decorativos que tratan de representar arquetipos tradicionales, pero no se puede negar que la combinación resulta provocadora, cuando menos.

El ábside, al exterior, presenta una sencilla moldura tórica, la única decoración que se permite la iglesia en un intenso despliegue de austeridad.
No hay siquiera friso de baquetones. Orientado al sol naciente, se desdobla, en una mínima cantidad de tierra, un cementerio tan modesto y frugal como la propia iglesia.
Allí descansan personas fallecidas hace poco más de medio siglo. El proverbio de la paz eterna medieval sedimentó entre las gentes de Rapún hasta bien entrado el siglo XX. En este pequeño reducto pirenaico, todo encaja con una coherencia severa y rigurosa.

Tan solo nos queda bajar hasta lo que allí llaman la cabañera, que no es otra cosa que la Cañada Real del Valle de Tena. Recorreremos esta auténtica autopista de otros tiempos, heredera de una vía secundaria romana que unía Huesca con el Ossau francés.


Llegaremos al Puente de Sabiñánigo, unido indisolublemente al devenir de Sabiñánigo pueblo. Ambas localidades conectaban a través del mencionado puente, felizmente recuperado en fechas muy recientes.

De esta localidad partían hacia el este una colada, la de Latas, de anchura inferior a 20 metros, en dirección a la Tierra de Biescas y un cordel, el de Yebra, de anchura no superior a 37,5 metros, que conducía hasta Yebra de Basa y las tierras de Sobrepuerto.

Un eje columnar de primer orden. Por cierto, a los del Puente de Sabiñánigo se les conocía como valencianos, por su fácil acceso a unas tierras de labor feraces y extensas, situadas en las terrazas de un Gállego generoso, que eran la envidia de los pueblos de la contornada.

Como no podía ser de otra forma, este apodo, impregnado de socarronería y mordacidad, nos hace sonreír por ser nosotros nacidos allí y conocer bien la fama de productivas que tienen las tierras de cultivo valencianas.

Un poco más arriba, se sitúa el Mesón del Puente, también conocido como el Mesón quemado o quemau. En torno a estas infraestructuras pecuarias, se levantaban mesones que ofrecían reposo y manutención.

Cerca de este, en dirección sur-norte, ofrecían sus servicios el de Hostal de Ipiés, el del Puente de Fanlo y el de Aurín. Más abajo del primero, se hallaban el del Guarga, el de Escusaguá y el del Pilón.

Que la mayoría ya no existan no significa que no hayan ocupado su lugar en la historia. A partir del mesón, emprenderemos, en clara dirección oeste, el Camino del Pastor, por donde el pastor Guillén de Guasillo trasladó los restos mortales de Orosia, la santa de estas tierras, desde el Monte Oturia hasta Jaca, después de haber depositado su cabeza en Yebra de Basa.

De nuevo entre margas, finalizamos esta más que provechosa ruta por las inmediaciones de Sabiñánigo. Todo paisaje cuenta su historia y de poco sirve si los que venimos después no tratamos de comprenderla y respetarla. Una vez más, y ya son incontables veces las que lo hemos dicho, no hay camino pequeño.
Ruta completada:
Fuentes consultadas:
Tarazona Grasa, Carlos (2016). Rapún. Blog «Esmemoriáus… donde la historia y la memoria del Pirineo aragonés van de la mano».
Dieste Arbués, José Damián (2002). Apodos altoaragoneses. Revista Serrablo.
Puértolas Coli, Leonardo (2011). Sabiñánigo-El Puente. Revista Serrablo.