Las Cascas, junto con la Butrera, San Cristóbal y Mosán, son las montañas señeras de Alpartir. El paisaje que rodea estas cascas es un paisaje bellamente humanizado, que muestra su huella rotunda, muy a pesar del abandono de las prácticas tradicionales.

El río aquí denominado Alpartir, por su cercanía con la población que le da nombre, se escurre entre roquedos paleozoicos para entrar y salir caprichosamente por entre las fisuras de una piel silícea. Su discontinuidad no le ha impedido articular un valle próspero de montaña, el de Mosomero, la esencia misma de los que residen en el piedemonte de Algairén.

Nos encontramos en las últimas estribaciones noroccidentales de Algairén, donde las cuarcitas y pizarras de reflejos metalizados dan paso a calizas en el muy cercano convento de San Cristóbal de Alpartir. El panorama floral cambia espectacularmente entre ambas formaciones.

Sorprende, y mucho, caminar entre paredes de roca que albergan en sus cantiles a diferentes especies de helechos y fugaces narcisos preprimaverales, que eclosionan en cuanto el día comienza a arrebatarle protagonismo a la noche.


Y en los márgenes del río, se extienden con timidez mínimas parcelitas con su sillita de mimbre o de plástico deslucida, su casetilla para refugiar unos mínimos aperos y unos caballones de tierra limosa que parecen trazados con tiralíneas.

Sigue habiendo manos expertas que plantan verduras regadas con el agua que brota de Algairén. La agricultura que ahora se etiqueta como ecológica es esto, y es emocionante sentir que la sencillez con la que germina una semilla es la misma con la que se afronta el sustento.

Adheridos a estos bancales feraces, que aprovechan con sabio pragmatismo las terrazas fluviales del río, se levantan verdaderas muestras de biodiversidad que, a su vez, alojan cantos y trinos invisibles que ponen banda sonora al camino.

Almeces, higueras, nogales, castaños, azarollos, cerezos o sauces se entremezclan para hilar un dosel de ejemplares cultivados para llenar de frutos la cesta que llevar a casa y otros que crecen de forma natural al amparo de la humedad del río.

Más arriba, remontando el Barranco de las Eras Hondas por el sendero tradicional de las Ortigas Viejas, aparecen extensiones tumbadas de almendros, un cultivo tan antiguo en estos pagos como sus propios habitantes.

Los propietarios de estas parcelas se afanan en hacer los últimos apaños después de la práctica floración del almendral. Los olivos, que ocupan las llanuras aluviales del río Alpartir al poco de abandonar el pueblo, es el otro cultivo mediterráneo que tiene fuerte presencia en la zona y cuyo zumo terminará procesándose en la Cooperativa de San Isidro de la misma localidad.

Tomando altura nos arropa un pinar repoblado que ofrece descanso y resuello antes de que nos encaminemos definitivamente hasta la culminante Casca Alta. En su entorno crece el rarísimo Narcissus albicans, una joya botánica que ya no crece en latitudes más septentrionales.

Más al sur lo hace en el Sistema Central, los Montes de Toledo, Sierra Morena, las Béticas andaluzas y las sierras de Argelia y Marruecos. Por eso, precisamente por eso, esta población aislada de Alpartir es un tesoro precioso, un filón de biodiversidad en esta sierra asombrosa.

No pudimos disfrutar de estos narcisos, pues llegamos tarde a la cita después de un final de invierno ausente en precipitaciones y excedente en calores. En cambio, en la cima compartimos espacio con una inquieta hembra de colirrojo tizón, algunas mariposas como la limonera y la bandera española macho y una tropa de buitres en ascenso hipnótico mecidos por las térmicas.


Efectivamente, desde aquí arriba, en el territorio del narciso blanco, las panorámicas más cortas ofrecen una imagen que se asemeja a la de las fotografías de montañas marroquíes. Peladas, desnudas, a la intemperie, sometidas al exigente diente del ganado ovino y caprino.

Porque sí, la ganadería extensiva también forma parte de estas montañas. En el censo de 2015 solo figura en Alpartir un rebaño de 445 cabezas; diez años antes, en 2005, eran 3 los rebaños con un total de 760.

La cabaña alpartidense mengua aunque con tendencia a la concentración, pero no tanto como en otras poblaciones circundantes, donde si no ha desaparecido totalmente, no es más que una figura de pervivencia sentimental.

El descenso lo emprenderemos por el sendero de Valdelagüés, una genuina vereda de montaña donde la huella humana palpita aún con pureza pese a la punzante amenaza de los rosales y las aliagas.


Fuente: Fototeca Digital
Cada bancal cegado por las zarzas es un grito violento de que allí hubo quien los cultivase. Los almendros y los frutales se entrampan en un suelo endurecido, que ya nadie cuida, ni levanta, ni abona, pero ahí siguen floreciendo en primavera para que sepamos que existen.

Esta explotación agrícola de montaña es un sumario de buen hacer rural: un pequeño barranco con agua estacional, aprovechada convenientemente a través de derivaciones, una escueta fuente para consumo humano y animal, y una serie de edificios auxiliares para abrigo y almacén.

Una vez desembocados en la pista de Valdelagüés, tan solo nos resta regresar a nuestro punto de partida, en compañía de un río Alpartir que comenzó a esculpir en el Cuaternario la garganta silícea por la que transitamos.

Estas montañas peladas, estos cascajares, de ahí su nombre, con sus puntales y vaguadas, con sus arrugas y surcos, albergan raíces fuertes, las de un pueblo que sigue aprovechando su lomo de roca para cultivar, caminar, pastorear, mostrar y sentir.
Ruta completada:
Variante ampliada:
Casca Alta desde Alpartir pasando por el arco de piedra
Fuente consultada:
Del Val Tabernas, Roberto; Viñuales Cobos, Eduardo (2017). Algairén. Guía natural de una sierra del Sistema Ibérico Zaragozano. Zaragoza: Institución Fernando el Católico.
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