El río Grío es el curso fluvial de mayor entidad de la Sierra de Algairén. Con todo, se viste de pura humildad a lo largo de sus cortos 37 kilómetros, desde que ve la luz en las laderas occidentales de la Atalaya hasta que cede sus mermadas aguas al Jalón, a la salida de Ricla.

Con permiso del río Tiernas, el Grío es el cauce señero de esta sierra, que aquí la llaman de la Dehesilla, pero que no es más que una prolongación del gran brazo de Algairén.

Su origen toponímico más plausible parece perderse en la noche de los tiempos celtíbera, pero algunas teorías apuntan a una corrupción del vocablo aragonés y catalán griba, procedente, a su vez, del francés grive, y femenino de griu —griego—, que viene a ser un tordo o zorzal. Que pueda ser el río de los tordos parece improbable, pero sugerente.

Sea como sea, y como sucede frecuentemente con la toponimia aragonesa, el río trasmuta caprichosamente su nombre en función de la partida o pueblo que atraviese.
En origen, la gente de Codos lo conocía como el de San Gil, por brotar en el paraje homónimo de la sierra, y solo adquiría entidad de río al unirse con el arroyo de Güeimil, la otra arteria de agua codina tan apreciada para regadío, alumbrada en la Sierra del Espigar.

A su paso por Tobed, se le vino a llamar río [de] Tobed, prestando su nombre a poblaciones como Santa Cruz de Tobed o la Aldehuela de Tobed, ambas hoy de Grío.

Parece que Grío o Gríu fue topónimo del curso bajo, nunca del montano. Incluso los pueblos cercanos a su desembocadura lo denominaron el Cascajar, justo en el tramo que penetra en terrenos de aluvión y adopta una morfología tipo rambla, muy pedregosa, al dejar atrás los solares muy poco permeables de las sierras ibéricas.

Sus nacederos se localizan en una cota rayana a los 1000 metros de altura y aunque son varios los hilos que tejen sus primeros pasos, solo dos fuentes le regalan un caudal permanente: la del Brollador de Valdeláguila y la de la Hoya Vedada.

El terreno, antaño intensamente carboneado, ahora es una compleja maraña de encinas de las subespecies ilex y ballota, coscojas y enebros, con algunos testimoniales robles que ofrecen una tonalidad verde más viva al parduzco que se adueña de todo cuanto se ve.
Los cauces están ganados mayoritariamente por hirientes rosáceas como los majuelos o los rosales silvestres, con presencia menor de zarzamoras y endrinos. El agua que se desliza presume de pureza y transparencia tanto como de modestia y frugalidad.

En la primera mitad del siglo XIX, el palentino Sebastián Miñano destacaba en estos montes la superpoblación de perdices, que se tenían por plaga, debido a la aspereza del terreno, lo cerrado de la vegetación y la ausencia de cazadores en los pueblos de la contornada. No era fácil penetrar en estos parajes, como tampoco lo es hoy.

Se decía que abundaban los zorros, las paniguesas o ardillas —expoliadoras de las plantaciones de judías— y los lobos, cuya presencia atávica ha quedado fosilizada en el topónimo «Valdeloberón», en las faldas del Pico de Codos, relativamente cerca del pueblo.

Estos cánidos silvestres ya no habitan estas montañas, pero sí el resto de fauna mencionada, que ha encontrado en estas laderas pendientes y espesas el hábitat ideal para desarrollarse sin demasiada oposición.

Antes de llegar a la Atalaya, cima desde la que un gélido día de abril oteamos el horizonte zaragozano, se transita por el Collado de Santa Engracia, con una chopera plantada por el hombre que se aprovecha de su alto nivel freático.

Por este collado discurría el camino tradicional de Torralbilla a Encinacorba, antes de atravesar el cuenco de nacimiento del Grío, que aglutina tres barrancos: el corto de la Atalaya, el principal de Valdeláguila y el menor de Estacaderos.

Una vez rebasados, había que buscar el barranco de la Hoya Vedada y su collado, para así descender sin interrupción hasta Encinacorba.

En la Atalaya solo cabe el disfrute. Esta vez con un tiempo mucho más benigno, somos testigos del baile frenético de mariposas, tan abundantes en Algairén, del vuelo de rapaces solitarias, de la melodía agitada de insectos que son un canto a la vida y de un panorama generoso que conviene grabar en el disco duro de la memoria.

Reemprendida la marcha, dejamos a nuestra izquierda el nacimiento real del Grío, que surge entre un laberinto de arbustos y una concavidad por la que descienden ríos de piedras, resultado de procesos fríos cuaternarios.

Desde esta posición apreciamos lo que en Codos se conoce como la Pardina, heredera del antiguo lugar de San Gil, un despoblado medieval del que subsisten restos de edificaciones y una antigua ermita advocada, claro, a San Gil.

Hoy es una finca privada, aún visiblemente aprovechada, que siempre fue explotada para obtención de pasto y leña, aunque también fue hogar de pastores, zona de trilla del cereal que allí granaba y parcela destinada a mantenimiento de reses bravas.


El único censo de este lugarejo es de 1930 y arroja una población de 7 almas. Sin darnos cuenta nos hemos puesto a la altura del barranco de la Hoya Vedada, que hace alarde de un asilvestramiento aún mayor que el de su hermano de Valdeláguila.

La intervención humana parece mucho más alejada en el tiempo en estos confines de la sierra. La galería de espinosas es absolutamente impenetrable, una selva mediterránea en miniatura.

Habrá que seguir el antiguo trazado del viejo camino de Torralbilla a Encinacorba para poder vadear el mínimo cauce de agua y emprender el descenso por su margen derecha.

Si el de Valdeláguila es un cauce humilde, el de la Hoya Vedada es el colmo de la timidez. Aparece y desaparece caprichosamente, con un runrún que tanto se manifiesta como calla sin previo aviso. Un telón arbustivo exageradamente robusto protege las gélidas aguas de esta corrientilla.

No hay proporción entre la mínima agua que patina por la roca cuarcítica y el desproporcionado celo con que las rosáceas guardan de extraños el líquido elemento. Como si quisieran atesorarlo y evitar a toda costa el expolio de forasteros.

A través de un carrascal cuyo ramaje se interna en el sendero sin miramientos, confluiremos en una pista que nos guiaría en ascenso a la paridera de la Dehesa a través del cauce seco del barranco de Valdiciembre, otro de los tributarios del Grío.

Termina aquí un recorrido destinado a conocer un paraje que presume de elevada pureza, manifiestamente poco transitado, con visiones en altura que se asemejan en cierto modo a la media montaña pirenaica.

Este río, asentado en una antigua fosa tectónica, exhibe sin remordimientos su naturaleza austera y sencilla, aunque sus crecidas puedan llegar a desplegar una violencia temible. Es bien sabido que un cauce humilde siempre guarda un reverso altivo y amenazante.

Quién iba a decir que en el Grío las constantes luchas por el agua iban a cristalizar en el embalse de Mularroya, cuya terminación parece imparable. Por el camino ya han caído la ermita tardorrománica del XIII de Nuestra Señora de los Palacios y olivares varias veces centenarios de enorme valor.

De continuar igual, se verán irremisiblemente afectados los valiosos desfiladeros del río Jalón, acreedores de varias figuras de protección que, al fin y al cabo, nada protegen. El mantenimiento de caudales ecológicos podría verse seriamente condicionado en la época de regadío de las nuevas huertas de Valdejalón.
Entre Morata de Jalón y la Almunia de Doña Godina se proyecta hoy el vaso del embalse, un cuenco que apenas recibirá aportes del Grío, tan escasos que habrá que detraer las aguas del Jalón a través de un trasvase. Esta obra calificada de «gran impacto» soslaya la condición humilde del Grío y sobrestima la capacidad del Jalón.

Las fuentes del Grío están ahí para recordarnos con terquedad que son humildes, que sufren en los estíos más impenitentes, que nunca dieron para vivir con holgura. Son lo que son, el que quiera que lo compruebe y en las cuestas occidentales de la Atalaya de Algairén manan en silencio.
Ruta completada:
Fuentes del río Grío desde el Puerto de Mainar
Fuentes consultadas:
Del Val Tabernas, Roberto; Viñuales Cobos, Eduardo (2017). Algairén. Guía natural de una sierra del Sistema Ibérico Zaragozano. Zaragoza: Institución Fernando el Católico.
Urzay Barrios, José Ángel (2006). Codos. Asociación Torre Albarrana.
Hola.
No conozco está zona, alguna vez oí hablar de la Atalaya, y veo que por los alrededores de esta montaña, hay varias cosillas que ver, así que tomo nota.
Un saludo
Una zona que bien merece ser recorrida y valorada. El río Grío habla un lenguaje humilde pero perfectamente comprensible.