Cuencabuena hace honor a su nombre. Fundada en el siglo XII tras la conquista cristiana, se le asignó un topónimo que fuera atractivo para los nuevos pobladores, destacando las bondades del lugar.

Nueve siglos después, las capacidades endógenas de Cuencabuena siguen siendo prácticamente las mismas: un barranco modesto pero permanente, unas fuentes de excelentes aguas, unos huertos cortos pero bien regados y una vasta extensión de monte bajo dominado por un rebollar ancestral.

Pero más allá del núcleo de población, casi en todas direcciones, se articulan una serie de arterias fluviales acotadas por unos árboles de singular morfología.

Son los árboles trasmochos, de los que se tienen noticias documentales desde al menos el siglo XIV a través de las cartas de concesión de dehesas en medios fluviales por parte de Jaime II.

Estas arboledas forman parte de riberas modificadas por el ser humano, que logró vincularlas al sistema agrícola, como sustento auxiliar del ganado, articulación de vías pecuarias, extracción de vigas y travesaños para levantamiento de edificios, utilización como combustible natural y aprovechamiento de excedentes para su eventual comercialización.

¿Qué más se le puede exigir a un árbol de trabajo? Fue objeto de un rendimiento ecológico absoluto que configuró un territorio especial, donde las grandes masas boscosas son pura entelequia, donde las parameras desabrigadas de horizontes pulcros forman parte de una mirada nítida.

Las planicies continentales del norte de Teruel son grandes mares de tierra, con los que comparten el enfoque, aunque no el elemento esencial.

¿Son o no son bosques? En sentido estricto, son cultivos forestales de especies autóctonas, que han arraigado con fuerza y sentido de pertenencia.

Pero sí presentan características propias de los bosques asentados, como ejemplares añosos, tocones de madera muerta y árboles de diferente entidad vencidos por el tiempo que siguen haciendo girar el ciclo natural como mantenedores de nichos ecológicos.

Cuencabuena forma parte de la cuenca hidrográfica del río Pancrudo que, junto con la del Alfambra, constituyen las que probablemente sean las masas arboladas de chopos cabeceros más relevantes de toda Europa.

Entre ambas cuencas suman la friolera de 293 000 metros lineales de continuidad forestal. ¡293 kilómetros de huella humana sostenida!

Solo en Cuencabuena, hoy barrio de Calamocha, se han contabilizado un total de 1265 ejemplares: 664 en el barranco de Cuencabuena y 434 en el de San Martín. Los 200 restantes aparecen en ramblas menores y en menor densidad.

Prácticamente cada cuencabuenense tenía en posesión un cabecero que escamondaba con sumo cuidado para su propio disfrute. Además de ser un recurso renovable, el paisaje de estas serranías ibéricas no puede entenderse sin su presencia.

Su porte estético es un espejo de emoción, pues refleja los anhelos de perduración de sus habitantes a través de una técnica ancestral de transferencia intergeneracional. Forma parte de la savia misma de sus gentes.

Esto es patrimonio con mayúsculas, y no solo eso, sino que traza un paisaje coherente y de calidad, subordinado a los cauces fluviales de la región, renglones de necesaria humedad para pervivir.

Hoy por hoy, son cauces amenazados a causa de la disminución de recursos hídricos por una extensa nómina de prácticas antrópicas, cuando menos, cuestionables y por una climatología tendente a la escasez de precipitaciones.

Los chopos ibéricos se asocian exclusivamente a vaguadas y lechos de agua, ya que no se desarrollarían en espacios abiertos, como sí lo hacen en otros rincones del planeta con higrometrías más propicias.

No obstante, se dan pasos hacia la conservación, que pasa por la necesaria revaloración de estos espacios. El Parque Cultural del chopo cabecero del Alto Alfambra es una enorme empresa.

El apellido «cultural» es el pertinente, porque claro que estos árboles son cultura colectiva. Que no se nos olvide que la cultura sale primariamente de la tierra, del «cultivo» y la «crianza». Pese a que la dictadura franquista los denigró, sustituyó y, en última instancia, taló sin mesura, han llegado hasta nuestros días 441,5 kilómetros de estos representativos bosques de galería.

El vendaval de la economía de escala se abrió paso a dentelladas y desechó este árbol por ser poco rentable. Los ayuntamientos actuaron como adláteres de las directrices de Patrimonio Forestal y trocaron los Populus nigra por los chopos canadienses, que certificaban un mejor rendimiento.

Los viejos álamos negros se talaron sin reposición, con mayor o menor contestación social en los pueblos afectados. Aunque en 1956, se difundió ampliamente que «debía proscribirse la práctica corriente del descabezamiento de los chopos para obtener lo que en la provincia de Teruel se llaman “vigas” o “chopas”», este aprovechamiento es único y exclusivo de esta región, insólito en otras latitudes europeas.

Y esa singularidad se encuentra al alcance de todos en Cuencabuena, junto con un rebollar relicto del Pedro Negro de Quercus faginea, una muestra discreta en extensión de los antiguos bosques que cubrían estos hoy páramos cerealistas.

Se transitará a la ida por el barranco de Valdeperal en cuyos pagos fue delimitada la dehesa de Valdeperal o Somera en 1560, por parte de Joan Cathalan, vecino de la villa de Calamocha, como parte de una capitulación suscrita entre las aldeas de la Comunidad de Daroca y la Casa de Ganaderos de Zaragoza.

La vuelta a Cuencabuena se completará por el barranco de Valdelacebo bordeando este rebollar confinado. La torre de la iglesia de los Santos Justo y Pastor actuará de faro en todo momento, marcándonos el camino de regreso.

Esta torre, poco estudiada pero de hechuras interesantes, revela un pasado militar de frontera. Cuencabuena formó parte del peligroso territorio de la Sesma de Barrachina, controlando las amenazas musulmanas por el sur y las de Castilla por el oeste.


Este pueblo de aguas buenas y virtuosas conserva, como tantos otros de la contornada, el legado de unos bosques intervenidos, empleados como cultivos versátiles y aclimatados, y otros relictos, casi siempre utilizados como dehesas ganaderas.

Un panorama habitual de los pueblos de montaña de las sierras ibéricas turolenses. Un paisaje inmaterial, fruto de siglos de dedicación, que modela una idiosincrasia y nos otorga un legado de un valor inestimable.
Ruta completada:
Chopos cabeceros y rebollar del Pedro Negro desde Cuencabuena
Más información en:
De Jaime Lorén, Chabier; Herrero Loma, Fernando (2007). El chopo cabecero en el sur de Aragón, la identidad de un paisaje. Calamocha: Centro de Estudios del Jiloca.
De Jaime Lorén, Francho Chabier (2015). Distribución geográfica, estimación de la población y caracterización de las masas de chopo cabecero en las cuencas del Aguasvivas, Alfambra, Huerva y Pancrudo. Zaragoza: Universidad de Zaragoza.