Alpartir es singularísima. La atraviesa un río que nace en los altos de un bosque de robles albares, tan escasos en la provincia. En sus montes de rocas viejas y angulosas germina un raro narciso albar, un endemismo ibero-marroquí que alcanza en esta localidad su límite de distribución septentrional en la península.

Situada en las primeras estribaciones noroccidentales de la Sierra de Algairén, donde los puntales acarician los 1000 metros, Alpartir es una gema de las sierras ibéricas zaragozanas. No nos cansaremos siempre de defenderlo.

A su incuestionable patrimonio natural, con unos montes moldeados por un diente ovino y caprino bien adaptado, y que sigue paciendo por sus riscos, se le une un patrimonio geológico y religioso de excepción, y no es una forma superlativa de hablar. Es una realidad aún perfectamente palpable.

Sus ruinas cuentan historias de épocas preindustriales, de esfuerzos mal empleados, de recreos espirituales, de eremitas en busca de su «lugar en la tierra» y de órdenes franciscanas de reprobada laxitud.

Y no hay que buscar en lejanas tierras. Nada es lo que fue en Alpartir, pero las piedras siempre hablan para quien quiera escucharlas.


Los pasos nos encaminan hacia el Convento Franciscano de San Cristóbal de Alpartir (antes lo fue de La Almunia hasta 1607). Lo que resta de su postal rota son recuerdos del siglo XVIII. A decir de los escritos, fue un recinto conventual magnífico, considerado «Vergel de Aragón». El cumplido es grandilocuente, pero no va del todo mal encaminado.

Sus primeros latidos históricos datan de 1444 cuando se creó una casa para «recreo espiritual y honesta diversión» de los Padres Claustrales de San Francisco Calatayud, la casa madre. Fue un siglo más tarde, en 1550, cuando del recreo espiritual y la frugalidad se pasó a la grandeza conventual.

Contó con puerta principal abierta al norte, portería, plaza, zona claustral, guardanía, refectorio, librería y enfermería. Dentro del recinto, se conserva además un pozo nevero —un verdadero lujo, donde se preservaban, entre otras cosas, remedios naturales como las murrias que evitaban la corrupción de las llagas—.

También una ermita advocada a la Virgen del Pilar, construida en 1652 a expensas de Jaime Ximénez de Ayerbe, Prior del Pilar de Zaragoza y Abad de Montearagón en Huesca, dos albercas —la alta y la baja—, celdas excavadas en la roca y una fuente, surgida de una cueva de cuya veta brotan unas aguas perennes, que solo dejaron de manar un día en 1737.

En esa excepción estuvo el padre Fray Thomas Ros, que no cantó las Completas en la ermita de San Clemente, en la víspera del Santo de un 22 de noviembre. Un día más tarde, rezada la última oración del día, las aguas volvieron a brotar con su caudal habitual en la tarde de la festividad de San Clemente.

Destaca también una notable cerca conventual, construida entre los años 1651 y 1660 por el Padre Juan Xinto con un perímetro de 3330 varas (entendiéndose aragonesas) —unos 2500 metros circundantes—, 3 de altura —unos 2,5 metros— y 3 palmos —casi 70 cm— de recia o grosor.

La cerca no se conserva intacta, pero sí dotada de una notable entidad. La parte meridional demuestra una plasticidad asombrosa, adaptándose al declive paulatino de la montaña.

Ya son más de tres siglos de tapia, que tuteló un recinto conventual acomodado para la época y que hoy ampara, mal que bien, unas ruinas de un referente espiritual de la contornada.

Situada extramuros, hallamos la ermita de San Clemente, edificada en 1613 a expensas del Padre Fray Clemente Tejero, que en ese momento ocupaba el cargo de Guardián del convento, hecho que certifica el desahogo económico del cenobio.

Antes, habremos caminado por la senda de la acequia del convento, que aprovecha un antiguo conducto de derivación de aguas, algo vestido de vegetación pero que conserva su esencia original. Célebre era el huerto de este convento, a decir de Pascual Madoz, regado con mimo gracias a un manantial de aguas puras e inagotables.

El siguiente hito arquitectónico es bastante más reciente en el tiempo, pero de gran valor emocional para el pueblo. Se trata de la explotación minera de La Bilbilitana, ubicada en un lateral del Cerro Mosán, modelo de extracción desde galerías y no al aire libre, como ha sido habitual en la comarca.

Sin ningún género de dudas, el de Alpartir es uno de los patrimonios mineros más destacados de Aragón. A La Bilbilitana se le une Colosal Platífera, San Julián, Carolina, Montañesa, Andaluz, Ménsula, Conveniente, Alemania, El Primo, junto con otras explotaciones menores situadas en los vallejos y barrancos de El Villar, Limaco o Valhondo.

De la que nos ocupa, La Bilbilitana, subsisten un baritel o malacate tirado, en principio, por caballerías y que, más tarde, se dotó de maquinaria para elevar cargas de escombros, aguas y pequeños servicios.

A su lado, se conserva, en muy deficiente estado, una sala rectangular que daba acceso al pozo maestro con tres secciones: uno de bajada, otro de subida y otro para cubrir servicios del personal.

No muy lejos, se levantó un pomposo edificio de tres plantas que albergaba oficinas y habitación para el administrador de la explotación, un segundo destinado a ingenieros de la compañía y un tercero para los guardas y servicios auxiliares.


Se cuenta que trabajaron mujeres y niños de Alpartir en jornadas laborales de 8,5 horas, en una primera fase de tratamiento del mineral, martilleando las piedras obtenidas.

Luego la quebrantadora las reducía al tamaño de una nuez para, por último, depurarlas el molino hasta alcanzar la forma de una lenteja. De ahí, marchaban en sacos de 70-80 kg hasta la estación ferroviaria de Ricla.

A las 4 de la madrugada de cada día laborable finalizaba el proceso productivo para dar paso a la explosión de barrenos y el aireamiento de galerías, procesos técnicos imprescindibles en el mantenimiento de una explotación minera de estas características.

La Bilbilitana es heredera de una remota tradición minera, que algunos datan de época prerromana, donde ya se estimaban sus riquezas en piedra argentífera. Pese a la sobresaliente dotación de esta mina, su periplo reciente roza lo efímero, fruto de una geología compleja que truncó sus expectativas.

Conoció dos concesiones recientes, la primera de ellas notificada por la Sociedad La Milanesa a mediados del siglo XIX. Sus labores se frustraron al poco tiempo. Fue en 1906 cuando la Compañía General de Minas y Sondeos retomó su explotación.

Esta sociedad, fundada en Barcelona el 30 de diciembre de 1901, tenía por director gerente a Laureano de Larramendi i Esclús y a su hermano Evaristo formando parte del cuadro fundacional, ambos hijos del militar carlista navarro José Ruiz de Larramendi y Sarriegi. Un herrero de forja, un león, un sol, un ángel, una enseña, mazas, piquetas, lámparas mineras, murciélagos y una espiga conforman todo un universo propiciador en una cédula de acciones de 1901 de esta compañía catalana.

La actividad se prolongó durante catorce años más, ensombrecida por los constantes problemas de desagüe. En 1920 cesó definitivamente la actividad minera en unos «montes preñados de riquezas», tal y como, once años antes, subrayó un periódico de la época, en plena efervescencia minera de principios de siglo.

Se desechan actividades industriales por improductivas, se abandonan cultos de germen eremítico por desamortizaciones. Cuántos empeños no habrán sido deglutidos por el levantamiento de nuevos vientos.

En cambio, sigue siendo reconfortante observar el terreno montuoso de Alpartir colmado de almendros en la parte alta y de olivos en los terrenos amables de aluvión, junto con unos acariciados huertos en las terrazas fluviales del río Alpartir, que producen unas recompensas de gran valor para sus habitantes.

Alpartir bien ha sabido sacar partido de su piel, caliza en San Cristóbal por donde se filtra una vena de agua que alumbró un convento, cuarcítica en el Cerro Mosán cuyas entrañas fueron escarbadas desde tiempos antiguos.

La tierra aquí dio y da sus frutos, con mayor o menor acierto, con visión mundana o trascendental, pero siempre con la esperanza de salir adelante, con un componente humano poderoso que acompaña cada paso del camino.
Ruta completada:
Convento de San Cristóbal y mina La Bilbilitana desde Alpartir
Más información en:
Monreal Casamayor, Manuel (2009). EL CONVENTO FRANCISCANO DE SAN CRISTÓBAL DE ALPARTIR. Fuentes para su estudio. La Almunia de Doña Godina: Centro de Estudios Almunienses.