Lo que vemos hoy tiene sentido porque otros estuvieron allí. Y así será para los que nos precedan. Caminar significa comprender. Y el barranco de la Hoz Seca habla un lenguaje universal, que conviene conocer.

L’Auceca para los jarabeños es, hidrográficamente, un tributario del río Mesa, nacido este último en Selas, Guadalajara, en pleno Señorío de Molina. Hoy por hoy, no hay agua en la Hoz que pueda verse en superficie —aunque sí cuente con manantiales—, pero las consecuencias de sus actos sí son bien notables.


Al inicio del barranco, se asienta en una cornisa natural un santuario de origen rupestre, que pareciera estar colgado del vacío por su perfecta integración en la roca. Es el de la Virgen de Jaraba.

Lo que hoy se nos muestra es un estético edificio barroco del XVIII, pero su génesis entronca con la humildad y modestia de los primeros cristianos.

No sería extraño, y así lo recogen los gozos a esta virgen («Desde el tiempo de los godos, sois señora venerada…»), que el origen del culto se situara entre los últimos estertores de Roma y el principio de la dominación goda.

La imaginación vuela cuando es sabido que en el mismo cauce del Mesa existió un ramal de calzada romana, posible derivación de la vía 25 antonina, que unía la muy próspera Bilbilis, germen de Calatayud, con la actual meseta castellana a través de los río Piedra y Mesa.

En esta ecuación no podía faltar el agua, elemento iniciático por excelencia, con más de 80 fuentes repartidas por el conjunto del término municipal.

Los romanos ya conocían sus propiedades sanadoras, también las huestes de Alfonso I el Batallador, así como los peregrinos y caminantes que descansaban sus cuerpos molidos en una remota piscina termal excavada en el actual Balneario de la Virgen.

Del siglo XII data la aparición de la Virgen de Jaraba, encontrada, cómo no, por unos pastores. La imposibilidad de levantar allí nada digno de aquel hallazgo, no impidió que se esculpiera una modesta hornacina en la roca para señalar el encuentro con lo divino.

El descubrimiento tuvo lugar en la pared que se sitúa enfrente del santuario, en la conocida como Peña Palomera, que también acoge en su testa los rescoldos de un castro celtíbero.

Antes de la uniformización romana, ya había pueblos que elegían vivir en estos precipicios y que veneraban a deidades naturales y femeninas, entre su amplio imaginario divino.

A partir de entonces, la presencia de esta virgen invistió a las aguas de un carácter milagroso. Su esencia naturalmente benéfica ya no se pudo sustraer de la gruesa capa religiosa, lo que motivó su mayor fama y un notable incremento del fervor peregrino.

Fueron hasta dieciséis pueblos los que acudían en romería a venerarla, pero solo hoy los cuatro zaragozanos de Calmarza, Campillo de Aragón, Cimballa y Cubel y el castellano de Milmarcos dan sentido a la tradición.

Nada sería lo que es y observamos, nada sería interpretable, sin la escultora y la modelo. El agua y la roca caliza. La acción combinada de erosión mecánica y disolución química ha cincelado un cañón de oquedades, cuevas, viseras, desplomes, farallones y cantiles. Un mundo que da cobijo a lo práctico y lo trascendente.

No hay que olvidar que l’Auceca ejerce, en poderoso presente de indicativo, de fundamental trasvase pecuario entre Castilla y Aragón. Es la Cañada de Campillo, arteria trashumante del aún resistente ganado lanar que da vida a estas montañas ibéricas.

Ante semejante despliegue de oquedades en el basamento del barranco, las cerradas, corrales, parideras, majadas, apriscos y brosquiles ganaderos mantienen en plena vigencia el uso primario de este cauce seco.

Difieren en su tipología, pero coinciden siempre en sus rudimentos básicos. Lo funcional se impone: piedra, madera y roca como sustento configurador de paramentos de cerradas, rampas, cubiertos o tiñas, rasos o luneras —bellísima palabra para designar las partes descubiertas de las majadas—.

También elementos auxiliares como viguerías, columnas de apoyo, techumbres vegetales y bardas de aliagas para, en suma, procurar abrigo al hatajo y al pastor y defensa efectiva frente a los depredadores. En algunos de ellos, aún se observan en el interior ramas de saúco o incluso pequeños arbolillos al exterior que los pastores consideran escudos protectores frente a las detestadas víboras, que pueden provocar fizaduras entre el ganado de mal pronóstico.

Y en un barranco de piel caliza no podían faltar, evidentemente, las caleras. Estas, preparadas junto con los calmarceños, constituían una actividad menor, ejecutada en invierno, cuando el ciclo natural era menos propicio para las labores agropecuarias.

La vegetación que ocupa el fondo del barranco es rala y fragmentada. No podía ser de otra manera, dada la intensidad del pastoreo y la explotación del medio natural. Abundan aromáticas como el espliego, el romero y el orégano y árboles y arbustos de discreto porte de sabina negral, terebinto, guillomo y escaramujo.

Los dueños de los cantiles son el apreciado té de roca —Jasonia glutinosa— y los zapatitos de la virgen —Sarcocapnos enneaphylla—, ambos locamente abundantes. Los que dibujan el paisaje almenado son los buitres leonados, que se encastillan en los precipicios para vigilar el paso por el vientre de su barranco.

Las ruidosas chovas alertarán en el cielo de nuestra presencia indeseada y pequeñas paseriformes irán cambiando de percha y arbusto al ritmo de nuestro pasos.
Desde las alturas, tenemos el privilegio de sentirnos dotados de alas, como lo hicieron alguno de nuestros ancestros. Las pinturas rupestres de Roca Benedí, en honor a su descubridor Serafín Benedí, nos ofrecen la posibilidad de palpar los fantasmas de nuestros antepasados.

No solo son las más occidentales de Aragón adscritas al arte levantino, sino que amplían en muchos kilómetros el marco geográfico clásico de estos conjuntos rupestres, abriéndose a las puertas inmensas de la meseta castellana.

Se las considera un marcador territorial, por situarse en el marco más visible de todo el barranco, en un anfiteatro majestuoso horadado por el meandro de mayor potencia del barranco, y porque la acústica es excelsa, lo cual pudimos comprobar con certeza.

Ahora, pensemos en esos dos ciervos estáticos de gran cornamenta, en esa mujer inclinada hacia delante con falda abierta y que carga en su espalda a un niño, en ese hombre que porta un arco y unas flechas en la mano izquierda, que luce un penacho de plumas en la cabeza y viste un pantalón —o unas polainas— cerradas con unas cinchas debajo de las rodillas.

Pensemos en esa pareja unida primariamente por su propia supervivencia y la de su descendencia. En esos ciervos que sirvieron para templar un futuro alejado del hambre. En ese lance que fraguó una pintura que marcó la potestad de un territorio, para ver y ser visto.

Aquí estamos nosotros, dos seres humanos de esa etapa que habéis llamado Neolítico, 7000 años antes de que vosotros abrierais los ojos a la misma luz que nosotros conocimos, para demostrar que vosotros y nosotros buscamos y añoramos lo mismo.

La vuelta al santuario por el río Mesa está servida. Desde el mirador de la Dehesa contemplaremos una panorámica singular de un meandro de este río, primo hermano del de la Hoz Seca. Caliza y vacío. Caminos remotos. Lo que les diferencia es la presencia permanente del líquido elemento.

El Mesa serpentea puro y libre por el cañón homónimo, alimentado por manantiales que afloran de su matriz porosa. Esa fertilidad fue aprovechada desde antiguo. Aún hoy se pueden apreciar huertos de frutales en sus vegas.

Entre desfiladeros cerramos el círculo. En la desembocadura de un barranco seco que manifiestamente no lo estuvo en otros tiempos, en el final de un serpenteante deambular que nos devuelve claramente la imagen de nuestra condición humana proyectada en un espejo cristalino.
Ruta completada:
Barranco de la Hoz Seca desde el Santuario de Nuestra Señora de Jaraba
Más información en:
Utrilla, Pilar; Bea, Manuel; Benedí, Serafín (2010). Hacia el Lejano Oeste. Arte levantino en el acceso a la Meseta: la Roca Benedí (Jaraba, Zaragoza). Madrid: Editorial CSIC (Revista Trabajos de Prehistoria).