El Pedregal es villa de frontera que, como tantas otras, son depositarias de una riqueza que surge de la mixtura de sensibilidades.

La frontera con Aragón, que encarna el término turolense de Pozuel del Campo, queda a poco más de dos mil metros de distancia.

El Señorío de Molina, que fue aragonés durante seis años de un ya muy lejano siglo XIV, y la comarca del Jiloca se funden en las tierras del páramo de El Pedregal.

A esta villa, que dio nombre a una sexma en la Edad Media, la rodean dos subdivisiones montañosas del Sistema Ibérico.

La Sierra de Caldereros, auténtica cabecera hidrográfica del insigne río Piedra, y la Sierra Menera o Minera, cuyas vetas rocosas han sido desgranadas desde época celtibérica y cuyo pueblo templaba uno de los mejores hierros de la Iberia prerromana.

Curiosamente, la de Caldereros se ha conocido popularmente en estas tierras molinesas como los Pirineos, una suerte de frontera natural que ha valido para que algunos habitantes de su piedemonte, como los de Hombrados, hayan adquirido el jocoso apodo de «franceses».

Y en esa yema mínima, de solo 23 km2 de núcleo, se asienta El Pedregal, en un cascarón pedregoso y duro, que da nombre al pueblo que lo acoge.

No es un terreno proclive a los cursos de agua —solo el arroyo del Collado de la Hoz lo cruza de norte a sur—, pero sí a las fuentes, de las que siempre se han surtido los vecinos.

Ninguna de esas aguas, pese a tener su origen en Guadalajara, tomarán rumbo a Portugal vía Tajo para reunirse con el océano Atlántico. Todas ellas se fundirán con el mar Mediterráneo a través del Jiloca, Jalón y Ebro.

El Pedregal es un islote mediterráneo en medio del páramo, un último bastión conquistado por ese mar azul que tanta tierra pone de por medio. A poniente, El Pobo de Dueñas vierte la totalidad de sus aguas al Gallo, uno de los principales afluentes de cabecera del Alto Tajo.

Esa invisible divisoria, surcada por una carretera nacional, marca, en cierto modo, la inclinación aragonesa de sus gentes, en el habla y en las relaciones sociales que han tejido a lo largo de su historia. Ya no solo porque su deje sea aragonés, sino porque su fiesta de San Pedro se vinculaba a los gaiteros de Odón; también porque buscaban un complemento al jornal en el poblado minero de Sierra Menera, al otro lado, en Ojos Negros.

Sus aguas de manantial han servido para saciar la sed de personas, animales y huertos. Las del Hontanar, las del pueblo, las de la Parra, las del Guinchón y las de los Villares, todas excelentes, algunas de ellas con propiedades salutíferas, para orgullo de los pedregaleños.

Estas tierras, tendentes naturalmente hacia Teruel y Valencia, atesoran un carrascal de Quercus ilex subsp. ballota en forma de dehesa, que conjuga una explotación armónica, sabia y ecológica del medio. Los robles melojos y los quejigos también forman espesos bosques en terrenos menos expuestos a los rigores extremos.

Ahora lo llaman custodia del territorio, pero esto ya se practicaba antes de que se nombrara. Ahora se proyecta todo lo que antes se materializaba. Precisamos de etiquetas para entender lo que se hacía con naturalidad.

Fuente: FB Guadalajara España
Esta dehesa está surcada por caminos históricos que guían nuestros pasos hacia Odón y Blancas, ambas poblaciones jilocanas. Los rayanos de El Pedregal, también conocidos así por su condición fronteriza, han sabido conservar una arboleda de enorme riqueza, cuya génesis se difumina en la bruma de la historia.

Sin concentración parcelaria y una dehesa más trabajada
La totalidad del término pedregaleño está gestionado por la figura del Monte Público, divido en cuatro secciones que suman 1651 ha: Calderones y Bacieros, Dehesa de la Parra, Dehesa de la Retuerta y Vaquerizas y Cañadas.


El sustrato agroganadero ha embebido por completo la toponimia del lugar, hasta el punto de ser prácticamente transparente. Dos dehesas de pasto, un lugar de abrevado y otro de guarda de ganado.

Los abuelos de los habitantes de El Pedregal ya conocieron en plena veteranía y con cientos de años en sus copas a los grandes monumentos arbóreos que puntean este carrascal.

Su importancia radica en que se trata de uno de los escasos rodales maduros de encina de la Península Ibérica y uno de los mejor conservados al sur del Sistema Ibérico.

La imagen que proyecta es la prototípica de otros paisajes del centro y sur de la península, pero para esto El Pedregal también es una ínsula entre el predominio del cereal y la concentración parcelaria.

Si uno cruza la muga y se dirige a los hoy casi impenetrables carrascales del centro y sur de Aragón, se topará, en su mayor parte, con ejemplares enclenques, debilitados por el hacha del carboneo intensivo.

No sin embargo en El Pedregal. La buena madera de la encina, utilizada masivamente hace décadas para la fabricación de carbón vegetal y el alumbramiento de caleras, ha resultado en un aprovechamiento mixto en este rincón castellano.

Las necesidades humanas y los recursos naturales han sabido entenderse en sincronía durante siglos. Me cobijas cuando el sol abruma y la lluvia cala, alimentas a mi ganado cuando escasea el cereal, me proporcionas calor cuando el invierno escarcha el suelo. Nos necesitamos y nos vamos a cuidar.

Con todo, esos cuidados están comprometidos hoy por hoy. Los turnos de desmoche han perdido su sistematización y, por tanto, sus bondades. Las encinas más añosas son las que más achacan esta ausencia de atenciones.

Las suertes de leña actuales, empleadas básicamente para calentar los escasos hogares invernales, no bastan para sanear los cada vez más pesados brazos de las grandes carrascas, que adoptan posturas de candelabro torsionando sus viejos ramajes.

Antes, las grandes cabañas ganaderas exigían alimentación suplementaria en tiempos de carestía, y las pequeñas ramas cumplían su cometido y, de paso, aligeraban el peso del árbol.

De entre todas las veteranas, destaca la conocida como la Carrasca del Pozo el Rullo o la Gran Carrasca. Se sitúa en la confluencia de los caminos a Odón desde El Pedregal y del Pobo a Blancas. Pastores, arrieros, agricultores, caleros, leñadores y caminantes han descansado o se han guarecido bajo su pantalla vegetal.

Ha soportado agotadores periodos de privación de agua y punzantes fríos del invierno castellano durante cientos de años. Sus galones avalan su resistencia. Pero los ciclos se agotan. La borrasca Gloria, paradojas de la vida, la condenó al fracaso.

La brutalidad de este temporal de finales de enero de 2020 abatió uno de sus brazos principales. Su pose abiertamente suplicante no ayudó a desprenderse de la pesada carga de nieve. Su futuro está por escribir, pero la herida ya está hecha.

Sus casi 5 metros de circunferencia siguen relatando las historia de un pasado robusto. La pérdida duele, pero en ella siempre hay regeneración. La madera por la que ya no corre la savia vital es sustento de otras formas propiciatorias y no menos importantes de vida.

Lo abrevia con sensibilidad el pastor Jesús Clemente en su poema «Turbonadas de emociones»:
«Hasta ya viejas y secas / sois venero de riqueza / siempre que el erario tropieza / con apremios de caudal. Entonces las desahuciadas / haciendo de leña duros / sacáis al pueblo de apuros / carrascas de El Pedregal».

Estas viejas arboledas son entes vivos y sociales, acumuladores de recuerdos, labores y presencias, que respiran, sienten y decaen. Porque mediamos en sus ciclos y les dimos identidad humana. Porque absorben las almas de los que velaron por ellas.

Como en un espejo hecho con las mismas piezas, los jóvenes retoños crecen despreocupados, sabedores de que el fin está naturalmente lejos, mientras los viejos se marchitan ante la falta de cuidados.

Estas arboledas somos nosotros porque nosotros nos reflejamos de forma prístina en ellas. Y nos duele que se marchen, aunque sepamos que tienen que hacerlo.
Ruta completada:
Carrascal y dehesa de El Pedregal
Más información en:
Futuro incierto para la carrasca centenaria de El Pedregal, herida por el temporal. Asociación Tierra Molinesa.
¡Halaaa! ¡Qué bonito! Buscando fotos de carascas para la revista de mi pueblo he encontrado algo mejor, este blog y esta publicación tan chula que nos dedicateis. Como pedregaleña me ha hecho mucha ilusión ver que dedicastes vuestro tiempo a conocer nuestra tierra y sus entresijos y, jo, qué bien lo habéis trasmitido por aquí. ¡Millones de gracias por compartir!
Qué bien que te guste, Andrea. Si necesitas fotos para la publicación, me las puedes pedir (o emplear las que quieras de este artículo).
Disfrutamos mucho en El Pedregal, pasamos allí todo el día, a paso muy lento y no nos fuimos sin probar el agua de Los Villares, que estaba riquísima.
Por cierto, ¿cómo anda la carrasca del Rullo?