El pueblo de Val de San Martín es testigo del encuentro entre la llanura aluvial del río Jiloca y el Sistema Ibérico zaragozano. Es en ese interludio donde se levanta esta población de raíces medievales, probablemente fundada en los siglos XII o XIII.

La Sierra de Santa Cruz es su geografía montañosa, la que actúa como pantalla y filtro frente al gran páramo salino de Gallocanta.

La de Santa Cruz es una de las innumerables ramificaciones del gran brazo ibérico interior, cuyo volumen de aguas termina tributando al gran Ebro.

En ese maremágnum de serranías aisladas, rodeadas de extensas altiplanicies, se halla una minúscula pero excepcional muestra de la riqueza de estas montañas, más modestas en relieve, pero singulares y estimables por derecho propio.

Val de San Martín tuvo en San Miguel de Cebollada su probable origen. Se estima que esta pardina o aldea pudo extinguirse en los primeros albores del siglo XIV, como tantas otras, pero su existencia figura como tachuela toponímica en el vial hacia San Martín del Río.

En 1772, en un expediente municipal de Val de San Martín por el que se solicitaba la puesta en cultivo de «doscientas yubadas» de la Pardina de Cebollada, se hace alusión al camino ganadero que unía las tierras del Campo de Romanos con las de Bello.

Hoy son veredas anónimas, cuando no desaparecidas o mutiladas, pero que reflejan un trasvase económico, social y cultural a través de movimientos trasterminantes, que tantos y tan fecundos vínculos han tejido a lo largo de los siglos.

En ese eje se encontraba Val de San Martín, situada a pie de puerto, antes de hallar la recompensa de pastos en el collado, ganados tras remontar unos graderíos de duros roquedales, hoy recubiertos por vastas extensiones de carrascales.

En esta vertiente ibérica, los desarrollos fluviales son mediocres. La impermeabilidad del sustrato apenas deja resuello para que se escurran unos cuantos regatos, que se atesoran como se atesora lo que se necesita y quiere.

El más robusto de entre todos es el Arroyo de Valdeparra, que tributa al Jiloca en San Martín del Río, nombrada como San Martín de las Losas por Enrique Cock, notario y acompañante de Felipe II en su viaje real de 1585, por hallarse en su término loseros expertos en la fabricación de piedras de molino.

En una fecha imprecisa, entre finales de los 80 y principios de los 90 del siglo XX, se levantó una presilla para retener sus aguas, un poco más abajo de la conjunción del barranco de San Quílez —Quirico o Quilico para los del pueblo por ser un santo niño— y el barranco de Peñas Rubias.

Sea como sea, no es casual que la ubicación rayana de Val de San Martín, entre el llano cuaternario del Jiloca y la montaña paleozoica de Santa Cruz, genere un microclima muy particular.

En esa transición entre la roca y el barro, la retención de precipitaciones por colisión de frentes venidos del oeste ha de ser la llave que abra la puerta a lo insólito.

En su enjuto término municipal, germina una florecilla única, de la familia de las geraniáceas: es el Erodium paularense o geranio de El Paular.

Su nombre deriva de Erodio, personaje que aparece en la Metamorfosis de Antoninus Liberalis. Ante la pérdida de su hermano Anto, que cuidaba de sus caballos y que terminaron devorándolo, los dioses griegos Zeus y Apolo se mostraron compasivos y convirtieron a los supervivientes de esta tragedia familiar en aves.

El padre Autónoo, melindroso, trocó en ganso. La madre Hipodamía mudó en cogujada por mostrar arrojo ante la mortal acometida de los caballos tratando de salvar en vano a su hijo. Erodio, el amante de los caballos, se transformó en garza real.

Este arbustillo fue descrito por primera vez en el valle de El Paular, en la vertiente madrileña del Macizo de Peñalara. Desde entonces, se ha extendido en dirección oriental, contándose poblaciones en Segovia, Guadalajara, Soria y Zaragoza.

Su viaje desde el Sistema Central hasta el Sistema Ibérico zaragozano ha sido errático e irregular.

Se ciernen sobre él diversas amenazas, aunque la más importante parece ser su baja producción de semillas, unido a la depredación de estas por parte de una hormiga granívora. El Atlas y Libro Rojo de la flora vascular amenazada de España lo considera en peligro de extinción.

Esta matita postrada de flores rosadas con venas oscuras posee un fruto puntiagudo, en alusión al mentado pico de garza real del Erodio metamorfoseado.

Ha incursionado con muchísima timidez en Aragón, donde se considera una especie muy rara, pero ha entrado. Ocupa barras cuarcíticas de enorme robustez y se hace acompañar de algunos Sedum y aromáticas. En su parquedad lo apadrina un enorme cielo y, esperemos, un futuro propicio.

Conviene no perder de vista otros endemismos ibéricos muy estimables, que forman parte de un recopilatorio floral biodiverso. En ese catálogo hay orquídeas, campánulas, centaureas, digitales y muchísimos otros bienes naturales.

Llegados, primero, al Collado de las Navas y, luego, a las inmediaciones del Puerto de Santed se nos confía un panorama soberbio. Desde unas coordenadas anónimas, es posible contemplar las sierras de Almenara y Valdelacasa, en cuyo declinar se asienta Santed y su destacable castillo-fortaleza.

Más allá, es posible distinguir las discretas láminas de agua de las balsas Grande y Pequeña que comparten Santed y Used. De mayor extensión, se divisa el cuenco de la laguna de la Zaida. Difuminadas en último plano, las sierras molinesas de Guadalajara, testigos del nacimiento de los ríos Piedra y Mesa.

Atravesada como un estilete, la cuenca endorreica de Gallocanta que, con la sutileza de sus aguas secuestradas, ejerce una influencia acaparadora y absolutamente unipersonal. Nada, en su orden particular de las cosas, se le asemeja en Aragón.

Justo a nuestro lado, discurre la actual carretera A-211, proyectada en el siglo XIX como camino de rueda para vincular Tortuera con Daroca. Este nuevo vial terminará abocando al más radical ostracismo el trazado histórico del Camino Real de Madrid a Zaragoza que, hasta ese momento, se descolgaba hasta Daroca por el puerto de Balconchán, donde la afamada y muy dotada Venta del Puerto o de la Lozana atendía las necesidades de las gentes de paso.

No muy lejos de esta venta, el mentado peirón de San Quirico, de cuatro metros de altura, fue levantado a expensas de Rita «la Lozana», mujer de casa infanzona de sobresaliente influencia en la zona, a decir de su casa palacio en Used, la venta del puerto de Balconchán y diversas propiedades en Daroca.

Los peirones, además de su evidente vocación religiosa, manifestaban una necesaria función orientadora, en unos tiempos donde las copiosas nevadas desvanecían caminos, ya de por sí tortuosos y, en su mayor parte, incómodos.

A este puerto arribaban tangencialmente desde Val de San Martín tres sendas: la del Collado Marta, la de la Venta y la de San Quílez, además del ya mencionado Camino Real, que lo atravesaba.

Pensemos, por un instante, en la funcionalidad protectora de un pilón alzado a cuatro metros para el caminante extraviado y exhausto. La presencia o no de uno de estos indicadores podía significar, literalmente, la diferencia entre el descanso en una posada o la muerte a la orilla de una vereda perdida.

Son simples detalles que conforman un paisaje íntimo, sensible, que sabe mirar con dulzura al que le observa con buenos ojos.

Val de San Martín fue lugar de paso, y lo sigue siendo. Las sendas, vestidas por vegetación o no, siguen marcadas en la tierra. Y el fin último de un caminante es darle sentido con sus pasos.
Ruta completada:
Buenas Rai,
Hace unos años recorría a menudo todas estas sierras del Campo de Daroca. Me gustaba mucho cruzar por una pista que va de Vistabella a Herrera de los Navarros (esa que va a salir a la carretera de Herrera a Luesma), y desde los altos no se ven más que sierras, encinares….El pinsapar de Orcajo… Me encantaba todo, vaya. Y es verdad que, en primavera, puedes disfrutar de ver flora silicícola, como el cantueso; eso sí, el verano es duro…
Un saludo y gracias por tus artículos!
Oscar
Hola, Oscar:
Alfombras de carrascas con motas de robles de verde más intenso. Puro bioma mediterráneo. Y aquí lo tenemos representado en un estado de conservación más que bueno.
Me sigue sorprendiendo la capacidad de adaptación y supervivencia de los encinares, antes tan reducidos y ahora triunfantes en estas montañas. Cómo se aferran a la roca.
Verano duro, claro, pero conozco pocos lugares en esta región que no sean de veranos rigurosos… 🙂