Rutas modestas que nos muestran con sencillez lo que antes fueron sembradíos que aprovechaban el agua de un río y ahora se naturalizan sin más. Podría ser cualquier rincón de esta tierra, porque los hay a puñados, pero hablamos de Cerveruela.

Ese río que bañó modestos olivares de montaña y huertos es el Huerva, que en este tramo ya considerado medio, entrega dosis de sosiego y limpieza notables. A Cerveruela llega del páramo rojo de Campo de Romanos, una vez brotado en la turolense Sierra de Cucalón.

Estas tierras de laboreo, hoy apenas trabajadas, fueron y son una bendición en este lunar del Ibérico zaragozano sometido a la tiranía de la roca, y no de una roca cualquiera, sino cuarcítica, densa e impenetrable.

Cerveruela es de piedra, mires donde mires. Sus cimientos lo son, y sus montes y cortados despiden reflejos pétreos. Se entiende pues que este pequeño pueblo siempre fuera precisamente eso, pequeño. La tierra disponible, entre otros factores, condiciona el contingente de personas. Y esa es la humildad que baña nuestro río protagonista.

Este río, después de tejer un bello y colorido hilo forestal en la meseta interminable, se encuentra con la oposición de la montaña ibérica, que lo estrangula.


Después de tan apacible tránsito desde su nacimiento, se hace mayor a la fuerza entre cortados y hoces, a través de un trabajoso culebreo, que solo encuentra alivio a partir de Villanueva de Huerva, la localidad que le abre las puertas de la estepa.

En el entretanto, muestra su semblante más natural, el menos acuciado por las necesidades del hombre, que no puede sacar tanto de provecho de él como en los tramos alto y bajo. La roca se angosta para custodiarlo como la joya preciosa que es.

Y precisamente aún tenemos el privilegio en Cerveruela de recorrer un tramo corto de una hoz, una de las primeras estrecheces de ese periplo que lo conducirá hasta las mismas entrañas de la cordillera vieja que lo vio nacer.

Esa pretendida pureza no es tal en este sector, que contó con hasta tres caminos vecinales, dos de ellos perdidos y uno casi deshilachado. Sobre el que dejaremos nuestra huella es el Camino Bajo hacia Vistabella, aún mediocremente transitable.

Existieron, además, el Camino Alto que recorría la parte prominente de la hoz y el que comunicaba con Aladrén —Carraladrén— que marchaba por Val Hondo y Valdecabrera, ambos engullidos por un carrascal y un pinar de repoblación opresivos.

En poco menos de cuatro kilómetros, si observamos con lentes de corto alcance, comprobaremos cómo los antiguos usos de estas tierras se desvanecen frente a la progresión sin obstáculos de un mundo natural que florece. Canalones de acequias, árboles trasmochos o bancales remontantes se dejan envolver por el abrazo verde de encinas, sargas o rosales. Los que aún hoy transitamos por estas veredas casi perdidas, somos testigos de excepción del último calor que aún emana de estos menesteres a la vera del río.

Tres acequias hubo en esta corta extensión de tierra: la de los Acerolos, la del Plano y la de las Fuentecillas, con su conveniente presa para derivar las aguas alternativamente a unos u otros campos. El afán por que esta tierra diera frutos se aprecia en cada paso. Con mirada atenta, aún se hallan superficies calcinadas en algunos claros del encinar, en unos montes sometidos al hacha y el fuego de los carboneros.

Los olivos, irremediablemente asalvajados, se acebuchan en parcelillas ganadas con terrible esfuerzo en estrechas hondonadas de roca. Las ramas, ya combadas, se llenan de frutos que no se recolectan, que amargan pronto y que terminan engullidos por centenares de aves a las que les aterra nuestra presencia.

No es difícil escuchar, entre tanto ramaje, el canto melódico de la oropéndola, el griterío de arrendajos y cuervos, y el nerviosismo diminuto de zorzales, verdecillos y carboneros, que saltan de percha en percha, con actitud entre contrariada y curiosa. Rapaces como el mochuelo se posan miméticas entre las lindes difuminadas y carroñeras como el buitre leonado y el alimoche anidan en estos escarpes.

Desde cierta altura, la Huerva continúa con su dinámica eterna de crecidas y estiajes. Cuando se estiliza, se ciñe a un cauce festoneado de álamos, sauces, fresnos y ocasionales olmos, que dan caducidad a unas montañas de encinares perennes. Cuando se desmadra, colma de sedimentos y arrastres a un terruño que ya nadie apenas siembra. Esa aportación de materia fértil la aprovechan plantas pioneras, normalmente rosáceas, que tapizan unos suelos donde ya asoman arbustillos rebosantes, que serán árboles en el transcurso de los años.
La Peña La Yedra es paraje emblemático para Cerveruela, especialmente para sus mujeres cuya asociación local toma su nombre. La colgante hiedra que pende de la pared vertical da entidad a este modesto desfiladero del río, que habría que imaginar sin carretera, aupada ésta sobre una defensa frente a las avenidas, antes de que las máquinas completaran su trazado entre Cerveruela y Vistabella.

La humedad y el frío son palpables en este paso, incluso en épocas cálidas, y eso influye en la vegetación del entorno. Suspendidos de la roca, se observan ejemplares de helechos ibéricos, algunos de ellos raros y estimables. Tan valiosos como estos caminos que se esfuman y que, si nadie lo remedia, se cerrarán al paso que han despejado durante siglos, en estos pueblos refundados tras la conquista cristiana en el siglo XII.

En unas montañas prototípicas de la rama Ibérica, herederas de un clima mediterráneo continentalizado, de aires tan punzantes como puros, donde los encinares se enseñorean sobre un sustrato silíceo, antes humanizados al extremo, hoy acaparadores de sus dominios de siempre.

Este camino dota de sentido a la única vía de comunicación directa de que dispusieron Cerveruela y Vistabella hasta hace nada. La carretera llegó, está y, mal que bien, les conecta, pero la mayor parte de su historia, desde que estos territorios fueron repoblados por aragoneses, francos, navarros, castellanos y bearneses, se escribió bajo el vínculo de estos caminos vecinales y perderlos es cauterizar una arteria vital de su legado.

Recorrerlo hoy supone, más que nunca, fundirse entrañablemente con el medio, en un acto de cariño y respeto por una vereda cuyos ojos comienzan a entornarse. Si pasas por allí, no te olvides de pisar con fuerza. La tierra tiene memoria y recuerda.
Ruta completada:
Hola Rai.
Bonitos parajes los que forma el río Huerva, conozco el tramo de Tosos, Aladrén y Vistabella, habrá que seguir remontando su curso.
Un saludo
Hola, Eduardo:
Con este sendero particular de Cerveruela hay que tener un poco de paciencia porque no se puede hacer de forma fluida (incluso en épocas de caudales altos, creo que, llegado a cierto punto, no se podrá pasar). Pero vale la pena, como todos los caminos de los tramos medio y alto de este río.
Saludos,