Las tierras de silencio hablan a través del aire, las piedras y los caminos. El silencio no es más que un pretexto para poder escucharlas. Cuanto más profundo y grave es lo que callan, más intenso es lo que cuentan. La melodía de Secorún sigue sonando, a otra escala, en La Guarguera.

Laguarta es la referencia actual de la Alta Guarguera, territorio en el que ejerce de baliza y señal luminosa frente a la negrura que envuelve a decenas de pueblos y aldeas que maceran su declive con la sola compañía del paso de las estaciones.

Secorún ejerció de sede administrativa desde 1713 hasta 1956. Los Borbones, a través de los Decretos de Nueva Planta, otorgaron la capitalidad del Viejo Serrablo —o, físicamente, Alta Guarguera— a Secorún y de la Solana del Guarga —o Baja Guarguera— a Gésera en detrimento de Laguarta y Aineto, que apoyaron la derrotada causa austracista.

Esa capitalidad se extinguió de facto el 10 de marzo de 1952, fecha en que Patrimonio Forestal del Estado adquirió el pueblo, incluido el edificio que albergaba el ayuntamiento, y sus tierras por casi 4 millones de pesetas de la época. La escuela, la abadía, la iglesia de San Bartolomé y la ermita de Santiago fueron los únicos inmuebles que no se incluyeron en la transacción.

Cuatro años más tarde, en la primavera de 1956, Secorún celebró la última sesión plenaria en la que se acordó unánimemente el cambio de capitalidad a un pueblo todavía por decidir y la solicitud al PFE de una partida económica para la construcción de un nuevo ayuntamiento en ese lugar aún no escogido, partida que nunca llegó a ejecutarse por no haber sido incluida en el contrato de compraventa.

Así terminó formalmente la historia de Secorún, la documentada, sellada y rubricada por unas gentes que cerraron su ciclo vital en esas montañas en un contexto de fervoroso expansionismo industrial y sistemática repoblación forestal, dos patas de una misma mesa.

Lo que sucedió posteriormente es lo que, por tristeza, ha sucedido metódicamente en cada pueblo clausurado por la historia. Solo tres años más tarde, el geógrafo francés Max Daumas se subió al antiguo solar medieval del Castellar de Secorún para fotografiar su plano urbano en proceso de desarbolamiento.

La infanzona casa López, de enorme volumen, luce desmochada, al igual que algunos edificios a su alrededor y la propia iglesia. La viguería más competente se reaprovechó para otros menesteres. Si se dice con acierto que la ruina se cuela por el tejado, en este caso, se propició voluntariamente el desmoronamiento.

En 1959 ya se habían repoblado de pinos 562 hectáreas del término de Secorún, pero la aldea aún era transitable. De las 476 ha que quedaban por plantar hasta 1971, algunas tuvieron como diana el propio núcleo. Se pretendió acelerar el borrado de cualquier huella humana, como en otras aldeas de este Pirineo perdido. Y de esos barros, estos lodos.


El Secorún material de hoy es poco menos que nada. Del parcelario, nada. Del plano urbano, nada. Solo una torre ceñida por una robusta hiedra y una ermita románica emboscada, ambas en inexorable proceso de evanescencia. Su iglesia fue la más monumental de todo Serrablo, de dimensiones basilicales. Guardó pinturas de interés, que se han aguado entre grietas y humedades. Curiosamente, visitamos la aldea a solo una semana de la fiesta de su patrón, San Bartolomé, el 24 de agosto, fechas antaño de gran trajín.

Incomodidad es lo que se siente. Ensañamiento, si se quiere. Nunca fue casual el interés mostrado por Patrimonio Forestal del Estado en repoblar Secorún, que llegó a aceptar en última instancia la oferta al alza de los propietarios.

Este lugar era pieza clave para extender la mancha de monte replantado y agregarlo al ya adquirido en pueblos vecinos como Bescós o Villacampa y otros en proceso de negociación.

En 1952, la mitad de los propietarios (6) se repartían entre Zaragoza y Huesca. La otra mitad aún habitaba el pueblo. Una generación antes, en 1930, Secorún, en tanto cabecera municipal, aglutinaba 35 entidades subordinadas de población que, unidas, sumaban un total de 1416 habitantes. El propio Secorún añadía 90. Solo Bara (143), Laguarta (107), Aineto (104) y Sobás (96) lo superaban en número.

Paradójicamente, estas cuatro poblaciones no han perdido el pulso de los tiempos, como sí lo ha hecho Secorún, que tan solo es la avanzadilla de la extensa mancha de la diáspora que se extiende en dirección sur y que comprende los antiguos dominios de las Honores de Matidero y Nocito.

Desde la ermita de Santiago, rodeados de enterramientos medievales de lajas, recordamos que «los niños no venían de París, sino de Santiago de Secorún», como era bien sabido en toda la Alta Guarguera. A pocos metros del edificio religioso, se conserva una piedra que, por su especial ubicación, se tenía por fecundante al emular su paso el canal de parto de la mujer. ¿Seguirán los niños viniendo de Santiago de Secorún?

Si sorteamos las pantallas visuales que nos plantean los fustes, aún podremos evocar el inmenso campo visual que se abarcaba desde esta ermita y desde el vecino otero del Castellar. Con todo, la sensación es algo sofocante, y no precisamente por el calor estival. Es una fatiga más profunda, nada física.

El bosque en expansión te araña. Cada rama y espina rebeldes conversan contigo en un idioma perfectamente inteligible que te invita a marchar. Que los caminos para llegar hasta aquí casi se hayan evaporado nos debería decir algo. Pero la testarudez, a veces, tiene recompensa.

A la vuelta, nos llama poderosamente la atención la afonía del bosque. No hay trinos, ni gorjeos, ni reclamos. Hay cantidad de piñas roídas y deformes sobre alfombras de faquir de acículas y un paupérrimo sotobosque. Apenas aves y demasiados insectos, con la particular e indeseada presencia del chinche americano del pino (Leptoglossus occidentalis), bioindicador alóctono de la salud precaria de estos bosques debilitados y en constante competencia.

El Guarga, ese río que da nombre a este planisferio de montañas, solo lo hemos cruzado una vez, a través de un puente donde los de casa Militar de Secorún tenían propiedades. No podemos marcharnos sin rendirle homenaje y cariño, sentimientos compartidos con en este documental lleno de afecto y sensibilidad, que ya es marca de la casa.

De camino, el cerrau de casa Lorente de Laguarta, una corraliza construida en torno a dos gigantescos quejigos de porte gemelar. Dimensiones y corpulencia inauditas, y ya son muchos los robles conocidos en el camino. En torno a 1,60 metros de altura desde la base, pudimos estimar unos 6 metros de perímetro de tronco. La sensación de orfandad de la que venimos queda amortiguada bajo la sombra y el sostén mayúsculo de estos gigantes caxicos. Larga y buena vida para ellos.

Cada vez más robles en un territorio que alguna vez fue dehesa; las huellas humanas aquí están mejor impresas. En la vereda hacia Matidero y Bibán, el Guarga recibe el tributo de varios barrancos afluentes que se descuelgan de la Sierra de Galardón y alguna que otra fuente manantial oculta entre la maleza.
Fue el Guarga el que dio sentido a este territorio y se lo sigue dando. Es el río matriz del viejo Serrablo histórico. De caudal corto y de modesto recorrido, representa con honestidad el modelo de poblamiento que conoció y mantuvo el valle desde un lejano siglo X hasta mediados del XX. También hoy, aunque matizado por nuevos usos y modelos sociales y económicos.

En la actualidad, el devenir de este valle está espoleado por una asociación civil, que quiere que la Guarguera Viva y lucha por ello contra viento y marea, donde el viento es la administración y la marea es la indiferencia. No se puede tratar a un territorio como despoblado por la sencilla razón de que no lo está.

Hay ganaderos, cerveceros, entomólogos, piqueros y loseros tradicionales, apicultores, arqueólogos, hosteleros y una escuela rural que es un halo potentísimo de luz que habla de futuro. Gente con nombres y apellidos cuyo proyecto de vida está o pretende asentarse allí.

Secorún, entre otros, va camino de secuela arqueológica. Su huella palpable se esfuma, pero no su ejemplo. Y de ahí habría que sacar conclusiones. Mientras tanto, otros pueblos del antiguo valle de Serrablo madrugan, laten y se acuestan acompañados. Y de ahí habría que extender brazos y no palos.
Ruta completada:
Pueblo y ermita de Santiago de Secorún desde Laguarta
Fuentes de consulta:
Tarazona, Carlos (2019). Pinos y penas. Repoblación forestal y despoblación en Huesca. Bartolo Edizions.