Algairén y sus mil caminos y sendas. Siempre como avanzadilla de la Ibérica zaragozana, como mosaico confundido de cultivos y bosques mediterráneos, como ínsula forestal en imparable expansión.

La toponimia de esta porción montañosa es cristalina y enraíza en un suelo duro y viejo. La encina es su árbol señero y sus facultades de pervivencia la convirtieron en un recurso explotado hasta más allá de sus límites ecológicos.

El Monte Carbonil, donde las ascuas de fuegos medievales aún tapizan de negro la alfombra vegetal, será testigo de nuestros primeros pasos. Justo en la ladera de enfrente, en la otra orilla del puerto de Codos, el topónimo se repite. Caminamos por los montes del carbón.

También por los dominios fantásticos de una culebra gigante que se enroscaba cada tarde en una peña a la que dio nombre —Peña Culebrera— y que aún le sobraba cuerpo para beber de una fuente, a pie hoy de carretera, a la que también nominó —Fuente Culebrera—. Este ser mágico ambivalente se mantuvo vigilante en el imaginario de las gentes que cruzaban el puerto de Codos, de un lado y de otro.

La silvicultura fue un recurso de excepción al que se asieron los habitantes del piedemonte de la sierra antes de la consolidación de la economía industrial y la modernización del monocultivo vitivinícola de las llanuras cariñenenses.

En estas sierras paleozoicas, donde la contundencia mineral de cuarcitas y pizarras hace inviable cualquier pretensión agrícola en altura, las cuadrillas de carboneros y leñadores actuaron como peones de una deforestación galopante que tocó fin a últimos de los cincuenta del siglo pasado.

Ambos gremios estaban notablemente representados en todas las localidades de la sierra, miraran a los llanos de Alfamén o se situaran en la cuenca del Grío. No había casa que, directa o indirectamente, no contara con un familiar o allegado de manos callosas o ropa tiznada.

Y es que no deja de resultar paradójico que, en un sustrato con un suelo tan corto y erosionado en las cotas medias y altas, los árboles arraiguen con tal fortaleza. Y que de la disgregación de esta piel tan descalcificada se desarrolle un suelo cultivable tan feraz en las llanuras y terrazas fluviales de las cotas más bajas.

Esos bosques de encina que tantísimo rindieron, hoy son marañas de tonos uniformes —mismos colores, mismos padecimientos— que parecen prosperar con recelo, gobernadas por un caos algo violento y avasallador.

Ante la interrupción de esas cortas, roturaciones y puestas en cultivo, la encina ha reaccionado con extremada opresión, dejando escaso margen a otras especies forestales, como si recordaran el dolor de la acometida del hacha o el ardor de las carboneras.

Los rescoldos de esas actividades aún no los ha borrado ni el frío, ni el viento, ni la lluvia, por extraño que pueda parecer. Son muchos siglos de sumisión, de apretar y liberar el yugo, en una relación azarosa de necesidades no cubiertas.

Hay rodales de ceniza parda y negra que los encinares tratan de ocultar en vano con sus ramas arqueadas y canijas, como si de una presencia incómoda se tratara. Esa leña tierna templó hogares propios y ajenos —La Almunia era un mercado seguro y accesible— durante crudos inviernos de cierzo desatado y nieblas gélidas.

Esas prácticas tradicionales son hoy un reflejo estático de unos aprovechamientos desiguales, que funcionaron de un modo más sostenible cuando se ejecutaron bajo criterios comunales y se descontrolaron cuando los trabajadores no tenían la propiedad del monte que les era asignado y debían facturar su sudor por el valor de lo extraído.

Hoy por hoy, la Sierra de Algairén es, en las zonas que no han sido diana de repoblaciones forestales, un discontinuo de masas arboladas inmaduras y competitivas, que se las arreglan para recobrar sus dominios de siempre. Los bosques formados son un espejismo, y sin embargo continúan con su proceso inexorable de naturalización.

Arriba, el «Repetidor» ocupa la cima explanada del Cerro de Valdemadera. A algo más de 1270 metros sobre el nivel del mar, podemos confirmar que ningún vértice le hace sombra en el Campo de Cariñena.

La originalidad de estos confines altimétricos es que el valle del Ebro es plenamente valle y no una ensoñación cartográfica. Algairén pertenece al primer ramal ibérico de entidad que, con su posición adelantada, se convierte en una terraza natural donde asomarse a los últimos vestigios meridionales del valle del gran río Ebro.

Algairén es pionera en muchos sentidos, la aventajada barrera que clausura la apisonadora climática que es el valle del Ebro, que actúa como canal de pesadas nieblas y vientos enfurecidos. Y como zona de transición, sus detalles discordantes hacen de ella una ínsula de biodiversidad.

Y todo ello a pesar de un pasado de agotamiento ecológico, de humanización extrema y de recursos esquilmados. En cambio, la condición de especial no se extingue a tenor de las circunstancias. Las montañas son seres sintientes que respiran y nos hacen respirar. Y el resuello de Algairén es limpio, noble y rebelde.

A la bajada, los bosquetes de robles albares (Quercus petraea) de Cosuenda corroboran su inspiración ácrata. ¿Qué hace un árbol de carácter eurosiberiano en una sierra tan visualmente mediterránea como esta? No es que abunde, pero en teoría el roble mayoritario debería ser el rebollo (Quercus pyrenaica), del cual no hay ni rastro.

Estos robles blancos son una muesca relicta de un clima menos extremado y más húmedo que gobernó estas tierras hace mucho tiempo. Con su presencia, aún mutilada y enclenque, demuestran la singularidad de la tierra que les nutre.

Porque su madera dura, consistente y recia también fue codiciada por los habitantes de esta sierra, que comprobaron que no había mejor carbón vegetal que el que daba este esbelto árbol. También lo saben los enólogos y los ebanistas, que necesitan de su madera para sublimar sus labores artesanales.

Y he aquí que Algairén acoge a estos robles, compañeros en latitudes más propicias de hayas, abedules o pinos albares, germinados entre piedras —de ahí su nombre específico—, como fundación de la irreverencia forestal.

No debería estar aquí, pero está, enramándose con robles quejigos, intentando encontrar cariño y compresión entre pares. Quizá añoren la constancia higrométrica de la Cordillera Cantábrica o de los montes navarros. Puede que la placidez con la que los carbayus asturianos se desarrollan entre nieblas y lluvias persistentes.

Pero Algairén es el no va más para esta especie. La última concesión a las brisas atlánticas en el reino del sol. Su nicho relicto en las partidas de Valdecerezo y Mosomero, apostada en los pliegues de la sierra que buscan la sombra y la humedad. Un canto a la resistencia obstinada, como la de tantas otras especies únicas que eligen esta dermis para darle entidad exclusiva de frontera climática.
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