Huérmeda se aleja discreta de la bulliciosa Calatayud, de la que apenas le separa una hora escasa a paso sosegado. Esos pocos kilómetros compartimentan dos mundos que nunca han sido estancos, pero que permiten apreciar las divergencias de dos microuniversos en el mapa aragonés.

Hoy por hoy, Huérmeda es un barrio pedáneo de la cabecera comarcal Calatayud, cuya fundación como aldea se presume musulmana y coetánea a la de Terrer, en los albores del siglo X.

Su función original fue la de controlar el paso por la calzada romana que, pese a la falta de mantenimiento de las épocas posteriores, gozó de plena vigencia y funcionalidad documentadas entre los siglos VIII al XV.

La vía XXIV del camino Antonino vinculaba Caesar Augusta —Zaragoza— con Emerita Augusta —Mérida— a través de los corredores fluviales del Jalón y el Henares, dos ríos de la misma madre, la Sierra Ministra, que hace de lindero entre Soria y Guadalajara, y es la antesala de la gran meseta peninsular.

No solo se buscó pacificar los caminos al este de Calatayud, sino aprovechar los recursos endógenos que brindaba la especial ubicación de Huérmeda, cuya toponimia habla de una «huerta bañada o húmeda».

Este hecho se justifica por la buena cantidad de manantiales que brotaban en el paraje de La Hoya, de camino a Marivella, hoy seccionados, perdidos o cegados por el paso de la línea ferroviaria de alta velocidad.

Huérmeda, pese a su abundancia hídrica, nunca consiguió elevadas cotas de esplendor económico. Su quebrada orografía fue el eje de contención que moderó siempre sus posibilidades de crecimiento y prosperidad demográficas.

A sus espaldas, de hecho, se levantan los poderosos afloramientos cámbricos de los desfiladeros del Jalón, rotundos modeladores y moduladores del paisaje bilbilitano, de los que hablaremos más adelante.

Encaramada, en una ubicación insólita y alejada de los preceptos urbanísticos romanos más racionales, se levantó el MVNICIPIVM AVGVSTA BILBILIS o, lo que es lo mismo, Bilbilis Augusta.

Fue una civitas de tamaño medio, depositaria del imaginario defensivo celtibérico en altura, cuyos pueblos fueron o bien asimilados, o bien violentamente arrasados, como sucedió con la cercana ciudad de los belos Sekaida-Segeda, comprendida hoy entre los términos de Belmonte de Gracián y Mara.

La Bilbilis romana subsistió con suficiente contingente demográfico desde el siglo I a. C. hasta el siglo III d. C.

Valiéndose de su ubicación elevada, se planteó como una demostración de la pujanza del imperio, como una evidencia formal de su voluntad de permanencia en territorio conquistado, con una escenografía muy cuidada de casas encumbradas que debieron despertar la admiración de propios y extraños.

Pero lo cierto es que los tercos condicionantes geográficos imposibilitaron la pervivencia de Bilbilis más de cuatro siglos como entidad poblacional uniforme.

Pese a haber alcanzado ciertas cotas de prosperidad e influencia económicas y sociales, la parquedad del Sistema Ibérico en tierras y agua impuso su lógica aplastante frente al derroche romano.

El decaimiento de Bilbilis fue imparable, y ya en el siglo V solo cobijaba a una escueta población tardorromana que penaba entre la ruina y la marginalidad, incapaz de sostener la impactante infraestructura creada centurias atrás, acaso valiéndose de las construcciones más sólidas para sujetar sus carentes viviendas.

La petulante Bilbilis del poeta Marco Valerio Marcial tan solo era una caricatura desfigurada de un pasado irrecuperable. Roma fue un agente modelador del paisaje de primer orden, tan deslumbrante como acaparador de recursos.

El sobredimensionamiento de Bilbilis, reflejado en un teatro que excedía el contingente de la propia población, encarna su intención propagandística, una exhibición estéril de estatus, un espectáculo de fuegos fatuos. No hubo guerras, ni catástrofes naturales que la arrasaran, tan solo le sobrevino la lenta sofocación por muerte natural.

Dos milenios después, estas actitudes dilapidadoras tienen un reflejo tan mimético en nuestra sociedad que podría decirse, con inusitada precisión, que el discurrir del tiempo es una mera abstracción.

Superado Huérmeda, el río Jalón horada esforzadamente el densísimo armazón paleozoico de las sierras de la Vicora y Virgen. Son algo más de 12 kilómetros de encajonamiento fluvial meandriforme entre la propia Huérmeda y Embid de la Ribera, donde el río serpentea buscando los flancos más débiles de la montaña.

En algunos puntos, el Jalón se ve tan constreñido por los peñascos que parece que sus rocas desafiantes quieren aprovechar la verticalidad reinante para volver a fundirse, como lo estaban antes del Cuaternario, como si esos escasos 80 metros que les separan fueran una empresa viable.

Este cañón, que suaviza la aridez de la estepa de la que viene y fertiliza sus riberas, es un hábitat complejo y de gran biodiversidad. Ello le ha valido para acumular tres figuras jurídicas de protección: Lugar de Importancia Comunitaria, Zona de Especial Protección para las Aves y Lugar de Interés Geológico.

Es de sobra conocida la excelencia agrícola de las Hoces del Jalón, un territorio de pequeños hortelanos y fruticultores que han sabido conjugarse con una tierra fecundada por cada crecida del Jalón.

Un sistema de hábitat disperso poblado por torres como Campiel, Villalvilla y Anchís se interrelacionaba entre sí con poblaciones modestas como Ribota, Embid y Huérmeda para vender sus productos frescos en el mercado principal de Calatayud, referencia económica y aglutinadora de poderosos vínculos sentimentales y familiares.

No se ha perdido del todo la tradición hortelana en las Hoces del Jalón, pero sí se ha enlentecido peligrosamente su pulso. Las ruinas de las torres y los campos yermos conversan en silencio. Al otro costado de la montaña, se ejecuta en estado avanzado una obra digna de los emperadores romanos más ambiciosos. El embalse de Mularroya, incapaz de colmar sus expectativas de llenado con un débil río Grío, pretende desgarrar el corazón de los desfiladeros del Jalón.

Precisamente, en un meandro del Jalón, la tuneladora que partió de la Cerrada de Mularroya pretende extender sus tentáculos aguas arriba de Embid de la Ribera, donde se posibilita la detracción de unos 250 hm3 por año a través de una galería de trasvasado de 13 km de longitud con una capacidad de 8 m3/s, horadada con un enorme esfuerzo material en la maciza serranía ibérica.

Eso dejaría al Jalón en una situación de absoluta indefensión —en un contexto general de disminución de caudales de todas las cuencas— y, evidentemente, afectaría al ecosistema global que depende de él durante 25 km.

Se dice asegurar un caudal ecológico, pero bien sabemos que esos supuestos caudales de mantenimiento se incumplen de manera reiterada. Todo ello para un río que la propia Confederación Hidrográfica del Ebro estima en la estación de aforo de Calatayud un caudal medio de 6,34 m3/s en una serie de 25 años (1993-2017).

A la luz de los fríos datos y las futuribles consecuencias, un proyecto insostenible, también para los tribunales. Hoy por hoy, pesan sobre Mularroya cuatro sentencias desfavorables, la última de la Audiencia Nacional que sentenció en marzo de 2021 la nulidad de la obra.

Pero la obra sigue en marcha porque nadie ordena detenerla. Los cónsules y pretores de hoy campan a sus anchas con sus políticas de hechos consumados. Más del 70 % de Mularroya ya se ha ejecutado. Y entonces, ¿de qué sirve la ley si se puede retorcer? ¿A quién beneficia hacer lo insostenible más insostenible?

Huérmeda, la heredera directa de Bilbilis, sigue vigilando el paso de las hoces del Jalón, unos desfiladeros que no serían nada sin la veta de agua que los cinceló y que dan sentido a un paisaje cultural, humano y ecológico único en Aragón.
Ruta completada:
Hoces del Jalón desde Huérmeda
Fuente consultada:
GONZÁLEZ ZYMLA, H. y PRIETO LÓPEZ, D. (2017), «De Bilbilis a Huérmeda. Santa Bárbara y San Paterno en la Edad Media, siglos V-XV: Evidencias materiales y patrimonio monumental», SALDVIE. Estudios de Prehistoria y Arqueología, nº 17, pp. 111-139.