Calcena es la misma esencia de la Celtiberia: mucha piedra y poca tierra. Lugar de labriegos, jornaleros, pastores, carboneros y mineros. De fuentes íntimas y evidentes. De cuevas, simas y barrancos. De cobijo encañonado a la sombra del Moncayo más calizo.

De un río Isuela que nace en Soria, que engorda su caudal en la fuente de la Carrasca de Purujosa y que se perpetúa en la Fuente de Calcena, para adquirir una adultez temprana que ya no abandonará.

Su economía siempre se sostuvo en el primario, con una más que notable extensión de pastos ganaderos, una confinada pero feraz huerta sazonada por unos aportes fieles de fuentes y arroyos y un monte preñado de carrascales que ardió y se batió incansablemente para obtener el preciado carbón vegetal.

La presión demográfica, la clausura definitiva de la actividad minera y la falta de terrenos aprovechables motivaron que Calcena exportara, a principios del siglo XX, carboneros a otras regiones colindantes.

Estos formaban parte de unos ciclos económicos precarios que, por pura necesidad de ofrecer un tajo del que vivir, castigaban en exceso a unos bosques incapaces de reponerse al filo del hacha.

También Calcena conoció desde bien antiguo la explotación de las minas de Valdeplata, cuyo conocimiento y primeros aprovechamientos se atribuyen a los pueblos celtíberos diseminados en torno a la gran montaña.

La intermitencia en esta industria se debe a los vaivenes históricos en la aplicación de los metales extraídos y a la postrera falta de rendimiento económico en unas galerías que padecían incesantes problemas de anegamiento.

Si Moncayo es la montaña que cierra a Calcena por el norte, con un despliegue de cortadas y rigores kársticos culminados por la Plana de Valdeascones y las muelas de las Peñas Albas, el Tablado es la sierra que se abre al sur con pendientes y terrenos más amables, de relieves alomados, ideales para el establecimiento de actividades agroganaderas.

Es la Plana de Calcena, la meseta que los calcenarios parcelaron con sentido para cosechar el preciado cereal y los racimos de uva con la que elaborar el vino que envejecían en los toneles de las bodegas rupestres del pueblo. También para guardar los hatos en un amplio repertorio de corrales en discreta y necesaria convivencia con barrancos y fuentes.

Muy diversos caminos trenzaban la Plana, especialmente reseñable el que conducía a Aranda de Moncayo por el barranco de la Similla a través del collado del Marojal. El nexo de los valles del Aranda y el Isuela, dos corrientes de agua genuinamente ibéricas que se funden en La Juntura de Arándiga.

También de enorme importancia fue la Cañada Real de Ganados que, desde el Alto de la Gimena se encaramaba a los altos de la Sierra del Tablado para vincular las nutridas cabañas de Borobia con Oseja, en una de las rutas de trasterminancia predilectas de los ganaderos castellanos hacia tierras aragonesas.

Desde estos puertos discretos del Tablado se observa un celaje especialmente bello, peinado siempre por la imponente presencia del gran Moncayo, el principal benefactor de este y otros pueblos como Calcena. Es el occidente abrupto y airoso de la provincia zaragozana.

La Falla del Tablado es la que conecta los horizontes jurásicos moncaínos que tenemos enfrente —también en las célebres vías de escalada de las Peñas de Cabo—, formados hace unos 200 millones de años por una red fluvial de gran envergadura, con los depósitos cámbricos del Tablado que pisamos de areniscas, pizarras y limolitas de color verde oliva, precipitados hace 500 millones de años en ambientes marinos de respetable profundidad.

En amplias mesetas y cañadas subsisten rudimentarios abejares, un recurso primario de primer orden en toda el área de influencia del Moncayo. La apicultura fue y sigue siendo, pese al práctico abandono de esta actividad, un sector pujante. Calcena llegó a contar con más de veinte abejares, algunos de ellos en pleno casco urbano.

Los inmensos horizontes de monte bajo y matorral, cuajados de fragantes salvias, cantuesos y jaras no han dejado nunca de ser el hábitat predilecto de las abejas. Cada primavera el aire se engalana con una danza frenética de zumbidos, al margen de que el ser humano saque provecho o no de sus ciclos vitales.

También fue habitual en las calles de Calcena y en sus montes, hoy de forma tristemente anecdótica, la cabra moncaína, la raza autóctona surgida en el Macizo del Moncayo por la hibridación de las cabras del primitivo tronco pirenaico con las propias del Sistema Ibérico.

En pleno apogeo, los rebaños de la Cabra del Moncayo ocuparon los territorios ibéricos que se adaptaban puramente a su ecología, es decir, Aragón, La Rioja, Castilla y Navarra. Hoy por hoy, todos los indicadores censales dependientes del MAPA marcan con fiabilidad una tendencia recesiva, lo que le vale la clasificación de raza en peligro de extinción.

En los últimos doce años de contabilidad censal, su número ha pivotado entre un máximo de 3331 animales en 2009 y un mínimo de 2510 en 2017. El número de ganaderías inscritas en el Libro de la Raza Moncaína fluctúa en la cuarentena y el número medio de animales por ganadería en la sesentena.

Todo ello sin que exista una alternativa ganadera fiable para correr los pastos que estas cabras rústicas siempre corrieron, porque los mayoritarios ganados ovinos entran poco o directamente no entran en las porciones de monte que siempre han privilegiado las cabras moncaínas. Las lógicas de mercado, que han primado la intensificación de las razas más productivas, han arrinconado a esta y tantas otras razas autóctonas, especialmente de caprino.

Pese a ello, sus papeles medioambiental y de arraigo social son indiscutibles porque la moncaína lleva milenios adaptada a estos cortados, a estas ralezas y estos eriales rocosos. Nadie como ella sabe sacar provecho de cada brizna de hierba.

Y es precisamente esta dialéctica mercantilista la que ha exiliado a estos rincones de la Ibérica, como Calcena, a ser meros contenedores de sueños oníricos de fin de semana, mientras la tierra, el aire y las montañas siguen clamando un futuro que existe, que es palpable y verdaderamente sostenible y que no quiere arruinarse más.
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